Xóchitl, La Cantante
Roxana Martínez Huerta
Cuando yo era pequeña llegó a vivir a la
casa de enfrente, una cantante de música ranchera, llamada Xóchitl; mujer joven
de mucha personalidad quien, debido a su embarazo avanzado y a que tenía una
niña pequeña, decidió dejar de trabajar por un tiempo. Su comadre Clara, amiga
de mi mamá, le dio hospedaje hasta que naciera el niño. Era una mujer sencilla
y buena, pero tenía muchas hijas, por lo que, en cuanto diera a luz, cantante e
hijos tendrían que irse.
Mientras eso sucedía las mamás se juntaban a
platicar, y las niñas jugábamos o escuchábamos a la cantante calentar la voz,
como ella llamaba sus ejercicios vocales. No era estrella de televisión ni
mucho menos, pero hacía muchas presentaciones en palenques, restaurantes
elegantes, ferias y fiestas privadas. Tenía muy buena voz y un estilo original
para interpretar canciones bravías. A veces venían a ensayar los mariachis, con
artistas famosos y desconocidos y se armaba la verbena. Ocasionalmente visitaba
a Xóchitl un cantante que entonces empezaba, y que ahora es el más famoso de
México.
El equipaje de la artista era muy extenso.
Constaba de muchos trajes de charra, bordados con hilo dorado y botonería
chapada en oro y plata y sombreros con pedrería fina. Como no cabían en la casa
de su comadre, pidió a mi mamá, le guardara un par de baúles y maletas llenas
de accesorios y ropa que usaba en sus presentaciones. Mi familia estaba
fascinada. Cuando Xóchitl abría las puertas de aquellos tesoros, todas las
niñas nos poníamos algo, y ella, que era generosa, nos obsequiaba alguno de
esos objetos maravillosos. Fueron unos días muy agradables.
La cantante, por fin, dio a luz a una niña que,
desgraciadamente, nació baja de peso y delicada de salud; razón por la cual los
médicos decidieron dejarla en observación en el Hospital Juárez.
Cuando la niña iba a cumplir el mes internada,
Xóchitl vino a casa por un par de maletas. Tenía una presentación en
Guadalajara a la que no podía faltar, ya le habían enviado el anticipo en un
giro. Pidió a mi madre, en nombre de la buena amistad que habían hecho, se
hiciera cargo de la recién nacida, quien para esas alturas había sido ingresada
a terapia intensiva del hospital.
Cuando mi madre escuchó la petición abrió los
ojos como platos, no daba crédito a las palabras de la mujer. No podía creer
que con una niña debatiéndose entre la vida y la muerte, la madre se fuera tan
fresca a trabajar. Trató de convencerla con todos los argumentos posibles,
entre ellos culpa, responsabilidad, obligación y demás para que se
quedara. Pero fue inútil. Al no poder hacer nada, mi madre aceptó a
regañadientes. Tomó el pase de acceso al hospital que le entregó Xóchitl y le
pidió una dirección o algún teléfono por si algo grave pasaba en su ausencia.
Ese mismo día acompañé a mi mamá a preguntar por
el estado de la pequeña. A mí no me dejaron entrar, y me quedé encargada con la
recepcionista del nosocomio. Al salir, mi mamá se veía triste y desencajada; la
niña estaba muy grave, los médicos no le daban un día más de vida. Una
enfermera le pidió que trajera ropa y se preparara para recoger el cuerpo. De
ese modo agilizaría el trámite, pues era obvio el desenlace para todos.
Compramos la ropa y al día siguiente regresamos
al hospital. La enfermera tenía razón. La niña había muerto durante la
madrugada. Mi mamá se encargó de todo el papeleo para sepultarla. Le puso un
telegrama a Xóchitl, para darle la mala noticia, y le comunicó que el entierro
sería a la mañana siguiente. Recuerdo que fue un día muy triste para toda la
familia. Todos habíamos mantenido la idea de que, con suerte, la niña sanaría.
Mi papá decía que mientras su mamá trabajaba, nosotros la cuidaríamos. Mi madre
estaba tan dolida como indignada con Xóchitl. Repetía todo el tiempo que era
peor que un animal, que esa no era una mujer, mucho menos, una madre. Todos la
escuchábamos sin decir nada.
Al día siguiente, mientras mi mamá se arreglaba,
llegó Xochitl, y al ver el recibimiento frío y distante, la mujer dijo que no
era para tanto. Por su trabajo no podría cuidarla. Bastante tenía ya con la
grandecita, a quien por cierto, había dejado encargada en Guadalajara para
poder ir y venir rápido. Para colmo, remató diciendo que por algo Dios se la
había llevado. Mi madre al escuchar semejante declaración, le gritó que si no
la hubiera abandonado y descuidado, quizá no se hubiera muerto; y que, aparte
de cínica, era una pésima madre.
Sacaron el cuerpo del anfiteatro del Hospital
Juárez, y lo llevaron en una carroza fúnebre al panteón de San Lorenzo, en
Iztapalapa. Las señoras, sin dirigirse la palabra, se fueron adelante con el
chófer, mientras que mis hermanos y yo, nos fuimos atrás acompañando la pequeña
caja blanca de la niña. Ya casi al llegar, vimos a una familia humilde que iban
a pie a enterrar a su muertito; otro pequeñito. Recuerdo que llevaban muchas
flores. El chófer se compadeció de ellos, y los subió a la carroza. La mujer no
lloraba, aullaba de dolor. Estaba destrozada, se abrazaba al pequeño ataúd y lo
abría, lo cerraba. El esposo trataba de calmarla, pero era inútil. Sus gritos
nos pusieron nerviosos a todos. Bajó a vomitar un par de veces. Entre el marido
y el conductor la subieron, suplicándole que se calmara, pues estaba asustando
a todos los niños que íbamos ahí. Luego de eso pudimos retomar el camino. Ellos
se bajaron donde estaba la fosa de su niño, y nosotros seguimos hasta el lugar
donde sería sepultada nuestra niña, que, por cierto, nunca tuvo nombre.
Durante el entierro mi madre no paró de llorar,
mientras que Xóchitl, la madre, permanecía serena y con una leve sonrisa en los
labios, rodeaba con su brazo mi espalda. Al verme seria y pensativa, tomó mi
cara con su mano. Me miró a los ojos y preguntó: “Y tú, cuando crezcas y seas
madre ¿vas a ser como tu mamá o como yo?”
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan
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