sábado, 26 de noviembre de 2016

Relatos desde Regina II


Lucha
En el barrio todos conocíamos a Lucha y su atípica relación con su amasio, un turco propietario de una cafetería ubicada en el pasaje de Regina y Mesones, en el centro de la ciudad de México. Habían procreado siete hijos que iban desde el que estaba a punto de titularse como contador público hasta el de seis años, que iniciaba la primaria.
El turco, seductor y atractivo, se caracterizaba por ser un irresponsable con la manutención de su mujer y de sus hijos. Con el pretexto de que su religión, familia, raza y costumbres le impedían casarse con Lucha, porque era mexicana, católica y pobre, continuaba, a sus cuarenta años, con su vida de soltero y de hijo de familia, y de esa manera embarazar a Lucha en siete ocasiones.
Contrario a lo que se pudiera suponer, la mujer aceptaba la situación sin ningún reproche y se contentaba con las esporádicas visitas del turco, quien era bienvenido a casa y respetado por los hijos que lo trataban a cuerpo de rey. Pero pasados los momentos de amor, Lucha regresaba a su precaria realidad y a las urgentes y cotidianas necesidades de sus hijos. Entonces la mujer se multiplicaba y hacía  de todo para sobrevivir: vendía productos de belleza por catálogo, elaboraba y entregaba gelatinas en las tiendas, hacía limpieza en las casas, lavaba y planchaba ajeno, pero aún así no le alcanzaba el dinero para mantener tantas bocas.
La desgracia le cayó encima el día que su hijo más pequeño se enfermó de gravedad. Lo primero que hizo fue llevarlo al dispensario para pobres donde un médico pasante lo atendió, le recetó algunos medicamentos y la regresó a su casa. Pero lejos de mejorar, en la madrugada, como siempre sucede con las enfermedades, el niño empeoró. Desesperada envolvió como pudo al hijo, lo tomó en brazos y salió a la calle a conseguir dinero prestado para llevarlo a un doctor particular, pero nadie pudo ni quiso ayudarla En la oscuridad de la noche, abatida y creyendo que su hijo moriría por culpa de su pobreza, Lucha se derrumbó sobre una banqueta y se puso a llorar. Así estuvo un buen rato hasta que un hombre ebrio la abordó, confundiéndola con una mujer de la vida galante. Lucha vislumbró una oportunidad de salvar a su hijo. Aceptó la invitación y, con todo y el crío ardiendo en fiebre, se fue con el desconocido al hotel de la esquina. Así se inició en el viejo e infame oficio, de vender su cuerpo para mantener a su familia.
A partir de entonces, los vecinos del edificio la veían salir a las nueve de la noche en punto impecablemente maquillada, perfumada y limpia. Todos decían que Lucha había conseguido un trabajo de afanadora nocturna en un hospital, y de alguna forma era admirada y reconocida en el vecindario.
Pero nunca falta un pelo en la sopa, ni una serpiente en el Edén. Cierta noche un amigo de sus hijos la vio trabajando y corrió a contarlo a todo el mundo. Los hijos, enfurecidos, confrontaron a Lucha con gritos y majaderías y acordaron echarla de su propia casa “pues no podían compartir el mismo techo con una mujer pública, que los había llenado de vergüenza y deshonra”. Pero lo que más les preocupaba era lo que pensarían el padre y su familia y el barrio entero.
Por su parte, decepcionada de su malagradecida familia, Lucha se fue a vivir lejos del rumbo, y rentó a un cuarto de azotea. Al principio sintió que iba a extrañar a la bola de zánganos mantenidos, pero con el paso de los días, ya sin la pesada obligación de alimentar ni ser la sirvienta de siete haraganes, egoístas e ingratos, se sintió aliviada. Ahora lo que ganaba era para ella sola. Atrás habían quedado los pleitos y disputas entre los hijos. Disfrutaba tanto de su nueva situación y del silencio de su humilde cuarto, que a veces le remordía la conciencia sentirse tan bien.
Pero su tranquilidad duró muy poco. Al quedar sin dinero, orden ni limpieza, sus hijos se olvidaron de la vergüenza y el miedo al qué dirán, y fueron en busca de su madre. Le pidieron y le rogaron que volviera a su casa “estaban dispuestos a perdonarle todo con tal de que regresara”. Lucha los escuchó con calma y les prometió regresar al día siguiente.
Pero no regresó al otro, ni ningún otro día. Había comprendido la ingratitud y el egoísmo de su familia y el desinterés del padre por sus hijos. Se consoló pensando que ella nunca los dejó morir de hambre. Los había criado sanos y fuertes. Tomó sus pocas pertenencias y se perdió en el anonimato y en la inmensidad de la ciudad. Nadie supo nunca más de Lucha, la de Regina 63.

Roxana Martínez Huerta
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

sábado, 19 de noviembre de 2016

El Monte de Los Olivos

En el invierno de 1994 tuve la posibilidad de conocer un centro de rehabilitación para adictos a la heroína. Fue en la ciudad de Tijuana. En ese entonces el ambiente social era fúnebre, olía a sangre y a asesinato. Cerca de allí, meses antes, en Lomas Taurinas, mataron a un candidato a la presidencia de la República. El centro de internamiento para heroinómanos estaba construido en una de esas lomas que circundan la ciudad, era un edificio de un nivel rodeado de árboles de olivo, que los antecesores plantaron y que ahora lucían frondosos. Esa era la causa de que su director se refiriera al establecimiento como ‘El Monte de Los Olivos’.

Hacía frío y la zona era árida. Cuando ingresé al lugar yo esperaba encontrarme con salas hospitalarias, camastros y adictos encamados y moribundos. Nada de eso. Más bien lo que vi fueron amplios salones, cubículos para la dirección, la administración, la cocina, un comedor y consultorios para psiquiatras, médicos y psicólogos. El patio estaba habilitado como cancha de basquetbol y voleibol. Al fondo, el pabellón de los internos. El director me invitó a una de las sesiones terapéuticas de los adictos que daba inicio en ese momento. Un grupo reducido de no más de veinte personas ocupaban las sillas colocadas en círculo. La mayoría varones. Sólo dos mujeres, quienes resultaron ser una psicóloga y una trabajadora social, es decir, personal del equipo médico. Quince eran los internos. Todos mayores de treinta años, no había jóvenes. Con excepción de sus miradas vidriosas, ninguno presentaba características de enfermos. Todos mostraban cuerpos sanos y enérgicos. Al terminar la terapia colectiva se prepararon para realizar actividades deportivas.

El director del centro, un psiquiatra alto, esbelto de unos 45 años, con espejuelos, actitud seria y don de mando me instruyó sobre el asunto: “En Tijuana el problema de adicciones no es ni la mariguana ni los inhalables, es la heroína. La heroína sí es una droga, muy pesada y muy adictiva; destruye rápidamente la voluntad del adicto. Una vez enganchado, el adicto a la heroína vive exclusivamente para consumirla. Nosotros, aquí en Tijuana, nos reímos de los problemas de dependencia de que se habla en la ciudad de México, mariguana e inhalables. Aquí puedes ver a los niños y adolescentes fumando mariguana o con su mona en la mano, pero no representa un problema mayor; quizá los inhalables, por los daños que puede ocasionar al organismo. Claro, comienza a ser preocupante el consumo del ‘crack’ y ‘la piedra’. Pero un heroinómano es otra cosa. Los heroinómanos abandonan el núcleo familiar y social, viven para la droga. El problema del adicto empieza cuando sólo les queda una dosis en la bolsa. Es decir, tenían dos, pero ya se inyectaron una; entonces cuando pase el efecto y se inyecten la última dosis, saben que están en graves problemas. Por eso, antes de inyectarse la última dosis, roban, se venden, asaltan, hacen lo que sea para obtener dinero y poder comprar otra dosis. Cuando lo obtienen y compran su segunda dosis viene un corto periodo de calma. Luego se inyectan la que traían en la bolsa, y el ciclo de horror se reinicia; y entre más se inyectan mayor es la dependencia y la destrucción del organismo.

"¿Pero por qué en Tijuana existe este problema? ¿Por qué es un problema de adultos? Como se sabe, Tijuana es un punto de arribo de multitud de migrantes nacionales y centroamericanos, que abandonaron sus pueblos y a sus familias, caminaron miles de kilómetros con el objetivo cruzar la frontera y hacer realidad el sueño americano. Pero resulta que la mayoría no logra cruzar o son deportados, rechazados, es decir, literalmente, expulsados. El impacto emocional y mental es brutal. Su última esperanza de obtener un empleo, ganar dinero y construir una vida mejor para su familia, se derrumba. Se convierten así en presa fácil para los enganchadores de droga. Míralos, me dijo señalando a los andrajosos que caminaban en las calles o estaban tirados sobre las banquetas o bajo los puentes. Míralos. Esos hombres y mujeres en plenitud que ayer soñaron un mundo mejor, hoy están reducidos a piltrafas humanas que deambulan como zombis, sin esperanza ni razón de vida, matando y robando para poder conseguir la droga.  Esto sí es un problema, no la mariguana.”

En el centro de internamiento a los pacientes los mantenían en actividad permanente, para evitar cualquier forma de inacción, pues el síndrome de abstinencia los persigue como su sombra. Los internos se levantan muy temprano, toman un desayuno especial, sin chile ni alimentos muy condimentados, debido al estado de afectación de sus estómagos. Practican muchas horas de deporte, principalmente aquél que implique trotar, luego vienen las sesiones terapéuticas, horas de lectura, música. Por las noches personal médico permanece siempre en el dormitorio colectivo, pues son constantes las pesadillas, las crisis de angustia y los calambres de la abstinencia. Descontando estos eventos, considerados comunes y normales en pacientes heroinómanos, las noches son apacibles, menos cuando hay un nuevo ingreso.

El pabellón de internamiento contaba con dos dormitorios, uno para mujeres y otro para varones. A la entrada de ambos estaba “El cuartito”, como le dían todos, una habitación de dos metros cuadrados con el piso y las paredes acolchadas, donde pasa su primera noche el nuevo interno. Una regla del centro es: ‘cero drogas’. Así, cuando era aceptado un nuevo adicto, el protocolo de ingreso retira la droga de tajo. "En este centro rehabilitamos, no sólo desintoxicamos, como sucede en la mayoría de los centros privados", afirmaba tajante, el director. Entonces, en su primera o primeras noches, dependiendo del grado de adicción, el paciente es recluido en ese lugar. En esa velada, mientras los demás internos intentan dormir, de pronto se escuchan aullidos, gritos de dolor del adicto que, literalmente, se azota contra las paredes ante el embate de dolor que le provoca el síndrome de abstinencia. Los demás internos escuchan los gritos y se genera una psicosis colectiva. Los adictos tiemblan, sudan y no pueden dormir. Los especialistas afirman que esto es parte del proceso terapéutico de rehabilitación, pues los internos saben que ellos también vivieron esa etapa, sintieron esos dolores físicos, también ellos aullaron de dolor y se abalanzaron contra las paredes acolchadas. Esos alaridos del nuevo interno les recuerdan lo que les espera si recaen en la adicción. Esas noches personal técnico permanece en el dormitorio colectivo, incluido un psiquiatra y médicos listos a atender cualquier contingencia. Por la mañana sale el interno de 'El cuartito’ como si regresara del infierno, tembloroso, demacrado, enfermo. Le recuerdan que las puertas del centro siempre están abiertas. Si lo desea se puede ir, pero no habrá una segunda oportunidad. Si decide quedarse, todos le dan la bienvenida y se comprometen a ayudarle en el difícil proceso de aprender a vivir sin drogas.

Eso fue en el invierno de 1994, cuando el número de deportados o de migrantes que no lograban cruzar la frontera se contaba por cientos. ¿Cómo y de qué magnitud será ahora la problemática cuando los deportados se cuenten por millones? 

Juan Bautista Mendoza

Consulta también La Gaceta de Chicolopan 

jueves, 17 de noviembre de 2016

Relatos desde Regina


Carmela 

Luego de una tarde de compras apresuradas y de bregar con el caos del transporte citadino llegué a la estación Candelaria del metro. Al principio no reconocí el lugar, hacía muchos años que no iba por allí; pero al fijarme un poco más en sus alrededores, los recuerdos se dispararon como un ramalazo inesperado del pasado. Regresaron a mi mente imágenes remotas, reminiscencias escondidas en lo más profundo de mi cerebro. A mi memoria fueron y vinieron flashazos de un suceso terrible que atestigüé en mi más tierna infancia.

 Ocurrió en la década de los años 60. En ese entonces dos trabajadoras domésticas ayudaban en los quehaceres de mi casa. La más joven se llamaba Agustina; muy hosca y mal encarada, pero era una verdadera bestia de carga para el trabajo, atendía la cocina y hacía los deberes más pesados. La otra mujer se llamaba Carmela; era la mayor, tenía como treinta años, muy delgada, eficiente y, sobre todo, responsable. En ausencia de mi madre, ella daba las órdenes, a ella se le consultaba todo.

Mi familia la integraban mis padres y tres hijos. Como yo era la más pequeña y la única niña, era la consentida de Carmela. Me trataba como a una hija. Me dormía todas las noches después de abrazarme y besarme docenas de veces. Y era correspondida, pues yo la quería igual. Como aún no entraba a la escuela, siempre estábamos juntas. Cuando salía a cualquier parte, yo la acompañaba, motivo por el cual mi papá reñía con mi madre, pues la tachaba de confiada por permitirle sacarme de la casa. Decía que no se podía confiar en esa gente. Pero mi mamá no tenía corazón para negarse. O yo me quedaba llorando o Carmela se iba muy triste.

Hasta para ir a ver al novio me llevaba. El sujeto era un raterillo de mala muerte, un vicioso que la sedujo completamente. Carmela era buena e inocente, venía de un pueblito del Estado de Puebla y se sentía muy sola; y fue presa fácil de aquél ser abominable. La ilusa creía que al casarse con ella lo cambiaría. Mi mamá se cansaba de aconsejarla pero era inútil. Como vivíamos en el centro de la Ciudad de México en lugar de ir de compras a cualquier mercado, Carmela iba hasta el Mercado de la Merced, lo que le permitía ver al novio aunque sólo fuera un rato, pues el gañán vivía en La Candelaria de los Patos. Así que, además de verse los domingos, tres veces por semana acudíamos a la Merced. Comprábamos rápido los víveres y salíamos corriendo para encontrarnos con el tipo.

La Candelaria de los años sesenta era una ciudad pérdida con casuchas de cartón y madera mal alineadas, que habían sido levantadas por sus moradores como Dios les dio a entender. Era un lugar sucio, con mujeres y niños feos en todos los aspectos; hombres de instintos bajos, borrachos y asesinos. Algunos no tenían dedos o manos, a otros les faltaban las piernas. Si existe el infierno, esa debió de haber sido una sucursal. Era la pobreza y la suciedad más extrema que recuerde haber visto. Yo me pegaba a Carmela lo más que podía al entrar allí, cuando los desarrapados se me acercaban para tocar los blancos holanes de mi vestidito. Ella me apretaba la mano muy fuerte y decía que no tardaríamos mucho. De regreso a casa me hacía prometerle que no diría nada a mis padres; yo obedecía para evitar que la regañaran.

Recuerdo que en una de esas visitas rápidas al novio, vi a varios hombres sentados alrededor de una mesa sobre la cual tenían unos paliacates extendidos y reían a carcajadas. El hombre de Carmela era el líder del grupo. Cuando nos acercamos, uno de los sujetos le lanzó a Carmela un objeto que fue a dar a sus pies. Ambas lo vimos: era un dedo ensangrentado que aún conservaba puesto un anillo de oro. Carmela, aterrada, me tomó entres sus brazos y salió corriendo del lugar. El novio nos alcanzó y, riéndose, le dijo que no tuviera miedo, que había sido sólo una broma. Pa’ qué enojarse. La culpa era del sonso de su compinche, a quien se le hizo más fácil cortarle el dedo a su víctima que sacarle el anillo. Hubo una carcajada general de todos los facinerosos. Luego el hombre, al ver el espanto en mi cara, le dijo a Carmela que pa' la otra no viniera acompañada.

Después de ese día dejamos de ir a La Candelaria de Los Patos. Hasta que una tarde cuando mis padres estaban fuera y mis hermanos en la escuela, Agustina entró corriendo para avisar a Carmela que un amigo de su novio la buscaba en la puerta, pues la policía tenía cercados al sujeto y a su banda. Para no dejarme sola Carmela me tomó de la mano y juntas las tres mujeres abordamos un taxi para llegar más rápido. Cuando llegamos vimos que había muchas patrullas y mirones alrededor de las casuchas. Carmela se dirigió al comandante y se presentó como la mujer del cabecilla de la banda. El oficial le ordenó que se alejara, pues si los maleantes no salían en cinco minutos la policía los sacaría a balazos. Vivos o muertos, pero los sacarían antes del anochecer.

Carmela insistió y se ofreció como negociadora. Le dijo que ella entraría a convencer a su hombre de que se entregara por las buenas. Le suplicó de tal manera que el comandante accedió. A mí me encargó con Agustina. Ambas temblábamos de miedo mientras veíamos a la acongojada mujer ingresar a ese lugar de mala muerte. Pasaron algunos minutos, que a mí se me hicieron eternos, hasta que reapareció en compañía del rufián. Este la traía como escudo con un filoso cuchillo en su cuello, amenazando con matarla si impedían su huída. Mientras la policía intentaba negociar con el sujeto Carmela me buscó con la mirada. Al ver mi carita llena de angustia intentó zafarse. Este rápido forcejeó lo aprovechó uno de los policías para disparar al novio hiriéndolo en una pierna. Pero antes de que alguien pudiera detenerlo, el hombre degolló de un tajo a Carmela. Los policías abrieron fuego pero ya era demasiado tarde.

Ese lugar es ahora una estación del metro, un moderno eje vial y el recinto de la Cámara de Diputados. Nada que ver con aquella ciudad perdida que fue desaparecida en los años 70, con bulldozers, escudos y toletes de granaderos, que arrasaron barracas y masacraron a quienes se atrevieron a impedir su entrada, extirpando un cáncer que por muchos años le dio fama a la Candelaria de los Patos. De la misma forma, con el paso de los años Carmela y esa tarde espantosa quedaron escondidas en lo más profundo de mi inconsciente, hasta esta tarde de compras apresuradas, casi cuarenta años después, cuando regresaron como uno de los momentos más dolorosos de mi vida.

Roxana Martínez Huerta

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan 

viernes, 4 de noviembre de 2016

La Columna Incómoda

El trinquete

En la lejana década de los años setenta, cuando existía en México un partido único que se llamaba PRI, hubo un profesor, medio locochón, que afirmaba que la especialización de la ciencia era su idiotización. “Pues la ciencia es una sola”, y un ejemplo de su aseveración era el griego Aristóteles, un verdadero hombre de ciencia, pues su saber comprendía la filosofía, la política, la ética, la física, el arte, la ciencia como totalidad. En congruencia, aunque el mencionado mentor tenía la formación de economista y, como tal, impartía la cátedra de Economía Política, leía de todo “para evitar la idiotización de la ciencia”. Cuando lo conocí estaba embebido en la lectura de dos gruesos tomos de física mecánica. Lo que le permitió entender, según su dicho, el funcionamiento del sistema político mexicano.

En esa década, los analistas y los cientistas sociales buscaban las causas de la permanencia del sistema político mexicano y de la perpetuación del PRI en el poder. Pues mientras en el resto de los países latinoamericanos se vivían conflictos, crisis políticas, golpes de estado, guerrillas y dictaduras militares, en México había “paz social”, con un estado totalitario y represivo, y un partido hegemónico (PRI) que “ganaba” todas las elecciones y controlaba todos los cargos públicos, desde la presidencia de la república hasta los ayuntamientos más pequeños, pasando por las gubernaturas, las cámaras de diputados y de senadores; con una disciplina férrea que obligaba a todos los militantes a aceptar, sin discusiones, las designaciones y el reparto del hueso. Años más tarde el escritor Mario Vargas Llosa caracterizaría al sistema priista como la dictadura perfecta; y Enrique Krauze, junto con otros politólogos, como dictablanda.

Pero regresando a Roberto Castañeda, que así se llama el mencionado profesor, luego de sus estudios de física mecánica, afirmó triunfante: “He descubierto la clave de la permanencia y conservación del sistema político mexicano: El trinquete”.  Y procedió a explicarnos su teoría: “En física mecánica, el trinquete es un engranaje que permite girar hacia un lado, pero impide que gire en sentido contrario, lo traba, lo que evita también la caída de un objeto. Lo mismo sucede en el sistema político mexicano: lo que hace que el engranaje del sistema político gire, se mantenga y no se rompa, es el trinquete”. 

¿Y qué es el trinquete en el sistema político?: es la corrupción, la tranza, el ‘agandalle’ ilícito del presupuesto. No se trata entonces que de pronto se descubra que un político es corrupto, sino que el sistema en su totalidad se basa en la corrupción, es su esencia, su forma de funcionamiento. Para evitar que el sistema político se derrumbe, se aplica el trinquete en todos los niveles de gobierno. El sistema político mexicano está diseñado para que todos “trinquen” en su cargo, al tiempo que cubren al otro. El que llega cubre al que se va y el de arriba cubre al de abajo, que a su vez le suministra recursos a su superior.

Por eso no son fruto de la casualidad los lemas del sistema priista: “No te pido que me des, sólo ponme donde haya, que yo me encargo de agarrar”; “me hizo justicia la revolución”; “Un político pobre es un pobre político”; “político que no transa, no avanza”; “donde hay obras, hay sobras”, "vivir fuera del presupuesto es vivir en el error".

Lo anterior es posible porque el sistema político sigue siendo el mismo. Aunque se ha avanzado en sistemas electorales y democracia, el régimen no ha cambiado. A diario nos enteramos que desde la presidencia de la república hasta la presidencia municipal, los políticos son unos “trinqueteros”. En Chicoloapan los ciudadanos son testigos del eriquecimiento y de la transformación de los “políticos”, que pasan de ser unos 'don nadie' a empresarios, constructores y nuevos ricos.

La corrupción es la garantía para la supervivencia del sistema político, por ello va de la mano con su gemela: la impunidad. Es decir, aquí no pasa nada. Le harán al teatro un rato, de que persiguen a los corruptos (que por cierto siempre se les escapan, y si no, pasado el escándalo mediático les regresan sus fortunas y sus propiedades). Al final todos quedan impunes.

A ver mis queridos ciudadanos: ¿Ustedes saben en qué se gastan el dinero público sus autoridades municipales? ¿Saben cuánto cuestan realmente las “obras” y cuánto son las "sobras"? No hay un mecanismo de control de los recursos; y cuando se crean, se colocan a los mismos cuates o a los familiares, para garantizar que el trinquete siga funcionando.

Cabildo reload

Parece que está de más preguntar a ustedes, mis lectores, si saben quiénes son los integrantes del ayuntamiento de Chicoloapan y a qué partido representan. Porque resulta que ha habido reacomodos internos en el actual ayuntamiento que, a quienes se dedican a los asuntos políticos, les parecen noticias, a veces, morbosas. Consideran que son grandes acontecimientos que provocarán, según ellos, el asombro entre los ciudadanos. Por ejemplo si usted, ingenuamente, votó en 2015 por un partido llamado encuentro social, no logró sacar al PRI del poder, pero sí les dio chamba a dos personas con el cargo de regidores. Pero resulta que ya bailó su voto, porque al día que esto se mal escribe, ya no hay regidores por ese partido. Y no crea que los corrieron, lo cual sería un ahorro al presupuesto, no, sólo consideraron que lo que más conviene a sus intereses era cambiarse de partido. Y así lo hicieron: se cambiaron de partido. 

De la misma forma, si usted votó por el PRD, tampoco quitó el poder al PRI, pero si les dio chamba a otros dos personajes. ¿Pero qué cree? Tampoco en el PRD ya son los que eran, pues un regidor consideró que sus intereses estaban mejor en otro partido y ya se cambió. ¿Qué quiénes son? Me van a perdonar mis queridos lectores, pues al igual que ustedes, ni siquiera sé sus nombres, pues así como llegaron se irán, sin pena ni gloria.

Pero decía yo que entre quienes se dedican a los quehaceres de la política y viven de lo mismo, les parecen relevantes estos reacomodos, porque ahora el Partido Morena tiene cuatro regidores, que lo convierte en la principal fuerza opositora. ¿Y eso le sirve de algo a los ciudadanos? Con ingenuidad podríamos decir que sí. Porque los lineamientos de Morena establecen que los representantes populares “deberán donar el 50% de lo que ganan, para ser destinado a 'la causa de la educación superior'”. Asimismo, con esa fuerza en el cabildo, pueden presionar al partido en el poder municipal para que se ponga a trabajar; para que los recursos se destinen a atender las necesidades prioritarias del pueblo; y, sobre todo, para que se transparente el uso del presupuesto y sea dado a conocer a los ciudadanos. Sería lo mínimo que se les puede pedir a dichos regidores, lo cual haría relevantes los movimientos internos de cambios de partido. De otra forma, los reacomodos sólo servirán como una foto para el ‘feis’.

El ingenuo
Juan Bautista Mendoza