El Paciente
Roxana Martínez Huerta
Un día cuando mi abuelo se estaba bañando, resbaló y se rompió un hueso de la cadera. Hubo que internarlo para que le colocaran una prótesis. El cuarto del hospital contaba con dos camas; una la ocupaba mi abuelo, y la otra, un anciano de más o menos la misma edad. Desconozco la causa, pero desde que lo saludé la primera vez, me simpatizó de inmediato.
Era un hombre como de unos setenta años, con todo
el pelo y barbas completamente encanecidos, los ojos azules, y una expresión
muy inteligente y tranquila. Como el abuelo estuvo internado más de una semana,
pude platicar mucho el señor de la barba, y eso debido a que el abuelo estaba
casi todo el tiempo dormido o quejándose. Su compañero y yo para no molestar
nos salíamos a la salita a conversar. Se veía bien de salud, sólo un poco
cansado. Ya entrados en confianza le pregunté por qué estaba ahí.
-Cáncer, me contestó, el amigo que me ha
acompañado los últimos veinte años
Me extrañó la respuesta, ya que no se quejaba, como
el abuelo que todo el tiempo peleaba con las enfermeras, pedía a gritos que lo
atendieran, no quería comer, en fin me pareció que mi nuevo amigo era muy
valiente. Cambiamos de tema y me platicó de su tierra, Italia; en su juventud
fue marinero, había viajado por casi todo el mundo, pero México le había
gustado para morir. Lo decía con tanta tranquilidad que parecía que iba a irse
a uno de esos viajes que me describía con tanta veracidad transportándome a los
lugares bellos y salvajes que conoció.
Observé que nunca tenía visitas, pero por el
hecho de ser extranjero supuse que estarían lejos sus familiares y amigos. Sin
haberlo visto nunca despertó en mí un interés y una camaradería rara en mí, ya
que soy difícil para que alguien me simpatice, y menos en tan poco tiempo. No
faltaba a nuestras charlas y en más de una ocasión le llevaba algunas postales
de lugares de México que no conocía. Las observaba largo rato y afirmaba:
-Por lo único que me molesta irme, es por no
haber conocido estas maravillas de tu tierra.
Unos días después nos dijeron que ya iban a dar
de alta al abuelo, así que ese día llegué temprano, y al estar estacionando el
coche, vi a mi amigo que salía acompañado de una mujer muy guapa, toda
impecablemente vestida de blanco, con ropa y calzado muy fino, al verme
maniobrar al volante para estacionarme se desprendió del brazo de la mujer y se
aproximó a mí, bajé el vidrio preguntándole qué pasaba.
-Me voy, joven amigo. Nos veremos pronto -dijo
con una sonrisa y se alejó.
Me quedé triste y confundido. Un día antes
estuvimos platicando y no me dijo que se iría. Nunca se me ocurrió preguntarle
si tenía familia, o dónde vivía. Subí al piso del abuelo para ver si ya estaba
listo, y le pregunté a la jefa de enfermeras si ya estaba sano el compañero de
cuarto de mi abuelo.
-No, joven, se puso muy grave en la madrugada. Lo
bajaron a terapia intensiva, pero no aguantó; falleció a las nueve de la
mañana.
-Seguramente lo está confundiendo con otro
paciente ya que al del cuarto 305 lo acabo de ver en el estacionamiento con una
mujer que vino por él. Me imagino que es su hija -le aclaré.
-El confundido es usted, le digo que falleció.
Pero si tiene dudas baje al depósito de cadáveres, lo están preparando. Además
nunca vino ningún familiar a verlo, menos una mujer con esas señas -respondió
algo molesta.
No sabía qué pensar o qué creer, no tuve el valor
para indagar más. Fue mejor, verlo irse por su propio pie, aunque ya estuviera
muerto.
Tomado del Horror de la gaceta en La Gaceta de Chicoloapan
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