jueves, 7 de septiembre de 2017

Relatos desde Regina



La Mujer del Zapatero

Roxana Martínez Huerta


Cuando cursaba el último año de la carrera de Derecho, entré a hacer mi servicio social en la 4ª Delegación de Policía, la de Tlaxcoaque, en el centro de la ciudad. Me asignaron el puesto de Agente del Ministerio Público. Mi trabajo consistía en levantar actas, poner multas. dar entrada y salida a los detenidos, ir al lugar de riñas o accidentes a levantar el acta correspondiente. Yo era un joven idealista, en cuanto a las cuestiones legales. Desde mi pequeña trinchera, quería hacer verdadera justicia a las víctimas y aplicar castigos justos a los delincuentes.

Una domingo por la mañana recibimos una llamada urgente, reportando una riña doméstica, en el 78 de la calle 5 de Febrero. Abordamos la patrulla y nos dirigimos al lugar. Ya se encontraba allí una ambulancia y la calle estaba llena de curiosos. Los policías trataban de forzar la puerta, pues adentro se escuchaban llantos y gritos de niños. Me acerqué a la puerta y pedí a gritos que abrieran para poder ayudarlos. Al escuchar mi voz, los gritos de auxilio se hicieron más fuertes pero no abrían. Con ayuda de los vecinos los agentes derribaron la puerta.

Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra, observé la escena: la parte delantera era taller de calzado y, detrás de una sucia cortina de tela, habían improvisado una pequeña vivienda. Vi a los niños agazapados tras el mostrador. Eran seis varones. En el fondo del cuartucho, con las manos metidas en las bolsas del pantalón, estaba un hombre alto y delgado, que miraba al piso. Yacía ahí el cuerpo de una mujer joven, en medio de un charco de sangre. Los paramédicos entraron; auscultaron a la mujer, aún respiraba. La subieron a la ambulancia. Los vecinos gritaban todos a un tiempo; estaban muy indignados y querían golpear al victimario. El hombre se entregó a los agentes sin oponer resistencia. Como pudimos, lo sacamos y lo metimos a la patrulla. Quise llevarme a los niños, pero las mujeres del lugar dijeron que ellas se harían cargo, y pidieron que nos lleváramos pronto al golpeador, si no ellas mismas harían justicia de propia mano; estaban hartas de tanto abuso contra la familia.

En la delegación el sujeto aceptó haber golpeado a su mujer, pero dijo que ella tenía la culpa por haberlo hecho enfurecer. Al día siguiente fue remitido a la penitenciaria, ya que las heridas eran muy graves, posiblemente mortales. Cuando la mujer recobró el conocimiento fui a tomar su declaración a la Cruz Roja. Se llamaba Cecilia, era muy delgada, de baja estatura; no pasaba de los treinta años. El diagnóstico médico anotó cuatro costillas rotas, hematomas en ojos, quijada, extremidades y dorso; la mano derecha y la nariz fracturadas, la lesión más grave la tenía en la cabeza. Los doctores le dieron veinte puntos para cerrar la herida. Seguía grave, pero estaba lúcida. Con voz casi inaudible, declaró que su marido era un hombre muy trabajador, pero muy violento con los niños y con ella. Cuando explotaba, que era bastante seguido, los golpeaba sin importarle nada. Se cegaba y nada más. Sus hijos tenían entre uno y doce años de edad. La mujer estaba muy preocupada por ellos. La tranquilicé diciendo que sus vecinas los tenían bien cuidados, y el más grande atendía el taller. Al escuchar esto, se consoló un poco, y tímidamente se animó a preguntarme por el esposo.

- Esta detenido. Casi la mata. No me diga que le preocupa ese sujeto -dije.

-Es mi esposo y padre de mis hijos. Además, preso cómo van a comer mis hijos -inquirió.

-Y libre los va a matar. Usted no se preocupe. Trate de reponerse para que sus hijos no estén solos -contesté.

Me despedí asegurándole que yo mismo iría a ver en qué podía ayudarlos. Y así lo hice. Los visité en varias ocasiones. Cuando la mujer salió del hospital le llevé algunas cosas para la despensa que le obsequió mi mamá. Cecilia, en agradecimiento, mandaba a uno de sus niños, con un desayuno o almuerzo para mí; cosa que mi jefe veía mal, ya que siempre decía “No se involucre con ellos, licenciado. Son gente mitotera y argüendera. Ya se acostumbrará, yo se lo que le digo”.

Cuando Cecilia sanó completamente, cerró el taller y se cambió de casa. Con la ayuda de sus niños hacía limpieza, lavaba y planchaba ropa por docena, a las señoras del rumbo. La familia estaba mejor que nunca. Los niños asistían a la escuela, limpios y bien comidos.

Pero al marido golpeador, meses después, le dieron libertad bajo palabra por su buen comportamiento, y no tardó mucho en encontrar a su familia. Le rogó a Cecilia que lo aceptara otra vez. Los niños fueron a preguntar mi opinión, ya que ellos le tenían miedo y no deseaban que volviera. Querían que yo convenciera a su madre para que no lo aceptara. Hablé con ella, pero ni mis argumentos, ni las súplicas de sus hijos la hicieron cambiar de opinión. Afirmó que el hombre era su esposo y el padre de semejantes mal agradecidos. Que era muy horado y trabajador, que una mujer sola no valía nada, y además ya había pagado su culpa en la cárcel. Así que lo aceptó. Todos se regresaron al taller. Me indigné tanto, que no volví a verla y me olvidé de ella.

Hasta que un día entró un reporte. El oficial me mostró la dirección. El corazón me dio un vuelco !Era el domicilio de Cecilia! La distancia entre la estación y su casa se me hizo eterna. Al llegar, los niños corrieron hacia mí, histéricos y desesperados. Era la misma escena que la vez anterior, sólo que esta vez los paramédicos no pudieron hacer nada. Cecilia ya estaba muerta. El marido le había cortado la garganta con su charrasca de trabajo.

Los vecinos tenían agarrado al marido y lo golpeaban salvajemente. Los agentes y yo les dimos suficiente tiempo antes de intervenir. Lo sacaron casi inconsciente por la golpiza. Mientras esperábamos la ambulancia del servicio médico forense, uno de los niños me dijo muy enojado:

-Ya ve licenciado, le dijimos que ese desgraciado iba a matar a mi mamacita y usted no hizo nada.

Han pasado casi treinta años de aquellos sucesos. Ahora soy abogado penalista y ningún caso ha dejado de dolerme, pero ese en especial me abruma demasiado cuando lo recuerdo

Tomado de la Sección Mujer en La Gaceta de Chicoloapan

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