jueves, 7 de septiembre de 2017

Relatos desde Regina



Colombia 23

Roxana Martínez Huerta


Beatriz dejaba con la boca abierta a hombres y a mujeres. Una vez que la veías no podías aparar la mirada de su cuerpo. Además de delgadita y nada fea, tuvo la ocurrencia de su vida: ¡No usar sostén! Vestía blusas pegadas que no dejaban nada a la imaginación. Le fascinaba llamar la atención y escandalizar a las vecinas, que se daban golpes de pecho, cuando sus hijos y maridos le lanzaban piropos al pasar.

Vivía en las calles de Colombia, en el centro de la ciudad, tenía clase y era de buena familia. Era una prostituta de no más de diecisiete años, que parecía de quince, con una bebé de meses. Un doctor de mediana edad, calvo, gordo y casado le ayudaba con dinero, para mantener a la niña, quien le provocaba lástima y ternura. Cuando podía las llevaba pasear a la playa. Parecía un  hombre enamorado.

La prostituta siempre hablaba de su vida de soltera con mucha nostalgia. Contaba, entre lágrimas, que nunca había conocido la pobreza ni la soledad, y mucho menos el oficio al que ahora se dedicaba. Su familia era de médicos, abogados y empresarios que vivían en San Jerónimo, barrio de abolengo al sur de la ciudad. Su infancia fue muy feliz, año con año sus padres la llevaban de vacaciones a Europa. Fue educada en un buen colegio hasta terminar la preparatoria. Era la más pequeña de tres hermanas, las dos mayores hicieron carreras universitarias, una en París y otra en Estados, se casaron y salieron del país. Para seguir con la tradición Beatriz haría lo mismo, pero cuando iba a entrar a la Universidad de Los Ángeles, conoció a Abelardo, un joven muy guapo, un brillante pasante de medicina con mucho dinero. Se enamoró de él.

Los padres aceptaron con agrado al pretendiente, así que pospuso su viaje un semestre, pero era tanta la atracción que se casaron de inmediato. Como era la única hija que les quedaba, sus padres sugirieron que se quedaran a vivir con ellos. Así lo hicieron. Se casaron y después de una larga luna de miel, Beatriz estaba embarazada. Fueron los meses mejores de su vida. Los suegros estaban encantados y Abelardo se convirtió en el hijo que nunca tuvieron.

Cuando nació la niña, Abelardo mostró un raro comportamiento, cambió de recámara dizque para no molestar a la recién nacida. No volvió a tocar a Beatriz. Lo poco que hablaba con ella, eran saludos por la mañana y monosílabos al regreso del trabajo. Ella quiso saber qué pasaba, él sólo la miraba en silencio negando su frialdad. Sus padres la tranquilizaron diciendo que eso era normal en las recién paridas o en sus parejas. Beatriz no se deprimió, estaba feliz por la niña y deseaba estar bien con su pareja.

Cuando la niña cumplió cuatro meses, Beatriz, que era muy coqueta y fogosa, decidió terminar con aquella eterna cuarentena. Una mañana fue a comprarse ropa íntima coqueta y sensual. Regresó a su casa, se dio un bañó de tina, largo y perfumado. Estrenó el combinado más sexy que compró para la ocasión, y se dirigió a la recámara de su marido, a quien supuso, por la luz que salía del resquicio de la puerta, que ya había regresado de la clínica donde trabajaba. Abrió la puerta con sigilo. En la cama vio la espalda erguida y desnuda del esposo, quien al sentir su presencia se levantó de un salto, quedando al descubierto la mujer con quien estaba haciendo el amor. Beatriz vio a su madre desnuda y jadeante. Ninguno de los tres pudo decir nada, sobraban explicaciones y palabras que justificaran lo que acababa de presenciar. Abelardo salió corriendo de la casa y la madre se encerró en su cuarto.

Cuando llegó su padre, Beatriz le contó lo que había visto, y pidió su apoyo económico para buscar a dónde irse, pues no podría seguir viviendo bajo el techo que su madre. El padre no creyó semejante aberración y la abofeteó. La corrió de su casa por calumniar a su madre. La joven resignada vistió a la niña, se cubrió con un abrigo y salió de la casa. Como llevaba muy poco dinero  fue en busca de la ayuda de sus suegros, pero lo que recibió fue el desprecio de la suegra, quien tampoco le creyó y la echó. Beatriz suplicó compasión para su hija. Pero Abelardo ya había dado su versión, afirmando que la niña no era suya por lo que le advirtió que si volvía por ahí, llamaría a la policía.

Beatriz deambuló durante la fría noche intentando dar calor a su hija. Se metió a un hotelucho y pagó la cuenta con sus aretes de oro. El resto del dinero se le fue en pañales y leche. Anduvo vagando varios días por el centro, pero con una niña de brazos, no la admitían en ningún trabajo. Semanas después, sin dinero y sin saber a dónde ir, estaba parada en una esquina, ya casi pasada la media noche, cuando una de las prostitutas la abordó. Al ver a la niña llorando la invitó a su casa. La mujer les dio cobijo y amparo, y le consiguió trabajo como compañera de oficio.

Cuando me contó su historia, con la ignorancia de mi juventud le espeté el consabido “Hubieras buscado otro empleo”. Argumenté que era preparatoriana, guapa y joven por lo que según yo, podía vivir decentemente. Beatriz me miró con desdén, y con una sonrisa en los labios me dijo: “Que joven eres. Ya te darás cuenta algún día lo jodida que es la vida”.

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

No hay comentarios:

Publicar un comentario