jueves, 29 de diciembre de 2016

Contactar y Anunciarse en Directorio - La Gaceta de Chicoloapan

Contactar y Anunciarse en Directorio - La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina VI



La Esposa del Zapatero

Por Roxana Martínez Huerta

Cuando cursaba el último año de la carrera de Derecho, entré a hacer mi servicio social en la 4ª Delegación de Policía, ubicada en Tlaxcoaque, en el centro de la ciudad de México. Me asignaron el puesto de Auxiliar de Agente del Ministerio Público. Mi trabajo consistía en levantar actas, poner multas, dar entrada y salida a los detenidos. En ocasiones, cuando nos reportaban riñas o accidentes, acudíamos a los lugares para levantar el acta correspondiente al delito cometido. Yo era muy joven y, en consecuencia, idealista en lo relacionado a las cuestiones legales. Desde mi pequeña trinchera quería hacer verdadera justicia a las víctimas y aplicar castigos justos a los delincuentes.
Tenía pocas semanas en mi empleo cuando, un domingo por la mañana, recibimos una llamada urgente reportando una riña doméstica en el número 78 de la calle 5 de Febrero. De inmediato abordamos una patrulla y nos dirigimos al lugar de los hechos. Ya se encontraba allí una ambulancia que había sido solicitada por los vecinos. La calle estaba llena de curiosos. Dentro de la vivienda se escuchaban llantos y gritos de niños. Los policías intentaron abrir la puerta pero estaba asegurada por dentro. Yo me acerqué a la puerta y le grite los niños que me abrieran, que venía yo a ayudarlos. Al escuchar mi voz los gritos de auxilio se hicieron más fuertes pero no abrían. Con ayuda de varios vecinosm que trajeron una barreta los agentes procedieron a derribar la puerta.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra observé el lugar. La parte delantera del departamento estaba habilitado como taller de calzado. Dividida por una sucia cortina de tela el resto de la estancia funcionaba como una pequeña vivienda. Agazapados detrás del mostrador se encontraban los niños. Eran seis varones llorosos y temerosos. Miré hacia el fondo del lugar, allí estaba un hombre alto y delgado, con las manos metidas en las bolsas del pantalón y la mirada ausente. Casi tropiezo con un cuerpo triado en el suelo. Era una joven mujer que, inconsciente, yacía en medio de un charco de sangre. Enseguida ingresaron los paramédicos y procedieron a auscultar el cuerpo. La mujer aún respiraba. La levantaron, la subieron de inmediato a la ambulancia y la trasladaron al hospital más cercano.
El hombre se entregó a lo agentes sin oponer resistencia. Los vecinos gritaban todos al mismo tiempo, estaban muy indignados y querían golpear al victimario. Entre jaloneos y puñetazos lo sacamos de ahí y lo metimos a la patrulla. Quise sacar también  a los niños pero las mujeres del lugar se opusieron diciendo que ellas se encargarían de cuidarlos. Que mejor nos lleváramos pronto al golpeador, antes de que ellas mismas hicieran justicia por propia mano, pues estaban hartas de tanto abuso contra esa pobre familia. Intenté replicar pero me mantuve callado al ver las agresivas actitudes de los hombres que rodearon la patrulla donde estaba el golpeador.
Nos retiramos del lugar y una vez en la delegación, el sujeto confesó haber golpeado a su mujer, argumentando que ella tenía la culpa pues lo había hecho enfurecer. Allí pasó la noche y al día siguiente fue remitido a la penitenciaria, ya que las heridas de la mujer eran muy graves, posiblemente mortales.
Días después me avisaron que la mujer había recobrado el conocimiento, así que acudí al nosocomio de la Cruz Roja donde estaba hospitalizada para tomar su declaración. Se llamaba Cecilia. Era una mujer muy delgada, de baja estatura y no pasaba de los treinta años. El diagnóstico médico dictaminó cuatro costillas rotas, hematomas en ambos ojos y en quijada, extremidades y dorso; tenía fracturadas la mano derecha y la nariz. Pero la lesión más grande la tenía en la cabeza, por lo que requirió de más de veinte puntadas para cerrar la herida. Aunque lúcida su estado seguía siendo grave. Con voz casi inaudible declaró que su marido era un hombre muy trabajador, pero muy violento con los niños y con ella. Cuando explotaba, que era bastante seguido, perdía el control y los golpeaba sin miramiento. Las edades de sus hijos iban desde los doce a un año. Me preguntó por ellos pues estaba muy preocupada por su situación. La tranquilicé diciéndole que estaban bien, pues sus bondadosas vecinas los tenían a cargo, y el más grande atendía el taller. Al escucharme se consoló un poco y tímidamente se animó a preguntarme por el esposo.
- Esta detenido. Casi la mata. ¿No me diga que le preocupa ese sujeto? -Pregunté.
-Es mi esposo y el padre de mis hijos. Además si está preso ¿cómo van a comer mis hijos? -inquirió.
-¡Y libre los va a matar! –Exclamé indignado-. Usted no se preocupe. Lo importante es que usted se recupere para que sus hijos no estén solos.
Me despedí de ella asegurándole que yo mismo iría a visitar a los niños, para informarles que su madre estaba fuera de peligro; y para ver en qué podía ayudarlos. Así lo hice. Los visité en varias ocasiones.
Cuando la madre salió del hospital y regresó a su casa, le llevé algunas cosas para la despensa; obsequio de mi mamá, a quien le había contado la situación de esa familia. Cecilia, en agradecimiento, me preparó un almuerzo que me envío con uno de sus hijos. Mi jefe veía mal estos comedimientos y me machacaba: “No se involucre con ellos, licenciado. Esa gente es mitotera y argüendera. Ya se acostumbrará. Yo sé lo que le digo”.
Cuando Cecilia sanó completamente cerró el taller y se cambió de casa. Para mantenerse hacía limpieza en las casas y lavaba y planchaba ropa por docena, que le llevaban las señoras del rumbo. Todo con la ayuda de sus hijos. Su situación mejoró. La familia se sentía mejor que nunca. Los niños asistían a la escuela, limpios y bien comidos.
En cuanto al golpeador, luego de varios meses de reclusión y “en premio” por su buen comportamiento, lo dieron el beneficio de libertad bajo palabra. No tardó mucho en encontrar a su familia. Le rogó a Cecilia que lo aceptara nuevamente deshaciéndose en súplicas y promesas. Los niños no querían que volviera pues le tenían mucho miedo, por eso vinieron a buscarme para pedirme que convenciera a su madre de no aceptar al hombre. Atendiendo sus ruegos fui a hablar con la mujer. Pero ella ya había decidido perdonar al rufián. Ni mis argumentos ni las súplicas de sus hijos la hicieron cambiar de opinión. Decía que era su esposo y el padre de semejantes mal agradecidos. Que era un hombre muy horado y trabajador, y que ya había pagado su culpa en la cárcel. Además, afirmaba que una mujer sola no valía nada. Así que lo aceptó y la familia entera regresó al taller. Me indigné tanto que no volví a verla. Además, con el esposo vigilando todo el tiempo, era imposible poder acercarme a ella o sus hijos.
Pasó el tiempo y yo seguí con mis abundantes actividades judiciales. Un día llegó un reporte y el oficial en turno, al entregármelo, me señaló la dirección. Leí y de inmediato supe que era el domicilio de Cecilia y de sus hijos. El corazón me dio un vuelco. Presentí lo peor. La distancia entre la estación y su casa se me hizo eterna. Al llegar vi la misma escena anterior, sólo que ahora eran las dos de la madrugada. Al verme descender de la patrulla los niños corrieron hacia mí. Estaban histéricos y desesperados. En el patio los vecinos tenían agarrado al marido y lo golpeaban salvajemente. Los agentes y yo les dimos suficiente tiempo antes de intervenir. Luego entré a la vivienda. Vi en los rostros y las miradas de los paramédicos que esta vez ya nada se podía hacer. Cecilia ya estaba muerta. El marido le había cortado la garganta con su charrasca de trabajo. Di la orden de llamar al forense para que recogiera el cadáver.
Afuera los policías rescataron al asesino casi inconsciente por la golpiza. Mientras esperábamos la ambulancia del servicio médico forense, uno de los niños me increpó muy enojado:
-Ya ve, licenciado, le dijimos que ese desgraciado iba a matar a mi mamacita y usted no hizo nada.
Han pasado muchos años de aquellos sucesos. Ahora soy abogado penalista y ningún caso ha dejado de dolerme, pero el asesinato de Cecilia me abruma demasiado cuando lo recuerdo.

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

sábado, 10 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina V


Antonieta 
 En la esquina que forman las calles de Regina e Isabel La Católica, donde actualmente se encuentran unos famosos baños públicos, había, a principios del siglo pasado, una fastuosa casona porfiriana, con muchas habitaciones, patios y balcones. Contaba además con varios portales que albergaban diversos giros comerciales. Sus dueños, una joven pareja de inmigrantes españoles, llegaron a la Ciudad de México trayendo consigo a María Antonieta, su pequeña y única hija. La niña llamaba mucho la atención por sus modos de caminar con mucho garbo y altivez. No es que fuera presumida, “sino que heredó la estampa de la abuela materna”, afirmaban sus orgullosos padres.


La envidiable ubicación de la casa y el esfuerzo tesonero de su propietario le posibilitó a la familia acumular bienes y riquezas. Pero el tiempo es implacable y breve la existencia del ser humano. Los dueños envejecieron y se murieron. La pequeña María Antonieta se convirtió en una hermosa y atractiva mujer. Nunca se casó ni se le conocieron pretendientes. Se quedó sola con todas las propiedades y con una herencia de tal magnitud que, “si era administrada adecuadamente, le dijo su padre antes de morir, nunca tendría necesidad de trabajar”. Y así fue por varios años, Antonieta no se preocupó por nada, ni le importó el mantenimiento de la casa. 

 Los años pasaron, la ciudad siguió creciendo, el barrio y la calle modificaron su fisonomía. Los comercios en la zona cambiaban de giro, unos crecían otros quebraban según las necesidades de la era moderna. Para la década de los años sesenta la antes imponente casona estaba completamente deteriorada y la propietaria transformada en una anciana. Aunque conservaba el mismo garbo y altivez que la caracterizaron y algunos destellos de su antigua belleza, era ahora “Antonieta, La Solterona”, como le llamaban los vecinos en el barrio. Los inquilinos que durante un tiempo rentaron las habitaciones de la casa, así como la servidumbre se fueron uno detrás del otro, en busca de mejores aires donde vivir.

Sola y con una casa tan grande para ella La Solterona fue vendiendo fracciones del terreno a los voraces especuladores del centro de la Ciudad. Al final sólo conservó un sencillo departamento de dos pisos que daba a la calle de Regina, donde pensaba acabar los últimos días de su solitaria existencia, sin imaginar que el destino le tenía reservado otro final. Un día la visitaron unos empresarios inmobiliarios que manifestaron su deseo de comprarle su departamento y le hicieron una jugosa oferta económica, sabedores de las urgencias económicas que por entonces pasaba la anciana mujer. Antonieta no aceptó, argumentado que se quedaría en la calle si vendía lo único que le quedaba. Además dónde metería la cantidad de muebles finos, pinturas, alfombras y cristalería fina que conservaba de los años de esplendor. Aunque requería de efectivo se negó rotundamente a vender la propiedad, y para costear sus gastos empezó a malbaratar cuadros, joyas y prendas de valor.

Pero los empresarios estaban empecinados pues tenían en mente un gran proyecto de modernización y construcción que les dejaría grandes ganancias. Así que urdieron un perverso plan para adueñarse de la propiedad. Contrataron a un abogado de no malos bigotes quien, con el pretexto de comprar los muebles y los objetos de valor, se acercó a La Solterona pagándole cantidades atractivas de dinero, con lo cual se ganó su confianza. Le compró casi todo lo que vendía. La anciana estaba encantada con los precios y las adulaciones que recibía durante las charlas de café que se hicieron costumbre por las tardes. El abogado la fue envolviendo con mentiras medias verdades, haciéndola firmar diversos documentos, uno de los cuales soportaba la venta del terreno motivo de la discordia. Fue así como Antonieta, creyendo firmar documentos de las ventas hechas al abogado, en realidad firmó un contrato mediante el cual cedía la propiedad de la casa.

Luego de ese día cesaron las visitas del abogado y en su lugar comenzaron a llegar avisos y notificaciones de desahucio. Antonieta ‘La Solterona’ no entendía nada de esos papeles y hacía caso omiso de ellos.

Había pasado casi un año de la última visita del abogado cuando una mañana llegó un actuario acompañado de una docena de cargadores. Entraron a la casa con lujo de violencia y altanería y procedieron al desalojo. Los muebles, ropa y las pocas pertenencias que le quedaban a la anciana fueron apilados sobre la acera de la calle. Al final sacaron casi cargando a la vieja solterona y la colocaron en una silla. La escena era patética y humillante: una anciana altiva en medio de aquél desorden con todos sus enseres regados por la calle.

Los vecinos se compadecieron del triste espectáculo que presenciaban y cubrieron hasta donde fue posible con sábanas, cortinas y plásticos las pertenencias de la vieja. Antonieta no reaccionaba, estaba como ida; muy erguida y sin expresión alguna, permanecía sentada en la silla de madera donde fue colocada por los barbajanes. Pasaron las horas, llegó la tarde y la delgada solterona seguía en la misma posición. La gente se acercaba para ofrecerle algo de comer o sugerirle que buscara un refugio donde pasar la noche. Otros ofrecían su casa para que metiera sus muebles pero ella no contestaba. Así que los vecinos decidieron guardar lo más valioso en una bodega que alquilaron, aclarándole que cuando tuviera un lugar donde vivir, ellos mismos le devolverían todo. Cuando oscureció quisieron levantarla para llevarla a un lugar caliente y cómodo donde pasara la noche, pero Antonieta se aferró a la silla hasta con las uñas. Lloraba y gritaba como una criatura mal criada. Ante su obstinación los vecinos claudicaron en su empeño. La cubrieron con una gruesa cobija y se retiraron a dormir.

A la mañana siguiente dos vecinas le llevaron café caliente y pan. Antonieta continuaba en la misma posición en que la habían dejado la noche anterior, aunque notaron que se veía diferente. Creyendo que seguía dormida, las mujeres le tomaron las manos para despertarla. Entonces se dieron cuenta que estaba helada. Antonieta había muerto.

-Pobre señorita Antonieta, no resistió tanta humillación. Pero ni la muerte le arrebató ese gesto digno y orgulloso que siempre tuvo desde su niñez -dijo una de ellas. Se persignaron y le rezaron un Ave María por el eterno descanso de la desdichada mujer.


 Roxana Martínez Huerta

Tomado de la Seción Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

Himno de Chicoloapan

HIMNO DE CHICOLOAPAN

Coro
Chicoloapan patria mía
Pueblo honrado de verdad
Se enorgullece de alegría
Y os ofrece su lealtad
Somos firmes y sinceros
No nos gusta traicionar
A la gente la queremos
con amor y dignidad

Estrofa I
somos gente mexicana
mexicana de verdad
somos gente muy humana
con toda sinceridad
nuestra tierra es valiosa
tiene cosas que admirar
su parroquia es hermosa
es hermosa para orar

Eestrofa II
Chicoloapan significa
“agua que caracolea”
Y que a veces esta agua
Deslizaba por doquiera
Chicoloapan tenía agua
Y mucho chichicuilote
Sus orillas mucha lava
Y plantas de chicalote

Estrofa III
Este es mi municipio
De los ciento veintidós
Donde el aire puro y limpio
Nos lo manda nuestro Dios
Con las notas de este himno

A mi Chicoltic cantaré
Y con hechos yo lo mimo
Así lo respetaré

Estrofa IV
Chicoloapan nuestra herencia
Lista siempre a defender
De la cruel indiferencia
Con las armas del saber

Autor y compositor de Letra y Música Ricardo Rosas Delgadillo originario y vecino de Chicoloapan
quien me proporcionó, en vida, una copia que ya ha sido publicado con anterioridad. 

Como un reconocimiento a quien fue mi amigo, lo colocamos en este sitio, buscando que su memoria perdure.

Visita tambien: La Gaceta de Chicoloapan
 

viernes, 2 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina IV



El Intruso

Ese día, Nelson y sus compañeros de trabajo, salieron de la oficina más temprano que de costumbre. Tenían ganas de tomarse una copa pero no querían gastar mucho. Alguien propuso que lo mejor era comprar comida rápida, algo de beber e ir a casa de alguno de ellos. Barajando las posibilidades acordaron que la mejor opción era la casa de Nelson, cuya esposa tenía fama de amable anfitriona. Acordaron que sería una breve reunión, que terminaría temprano, para evitar molestias y porque al día siguiente había que trabajar.

Lucy, esposa de Nelson, se sorprendió al verlos llegar en bola, en plena chorcha y cargados con bolsas con bebidas y comida, pero, fiel a su personalidad, amablemente los recibió sin rechistar y enseguida puso la mesa para la inesperada reunión de amigos de su marido. 

Mientras los adultos comían, bebían y escuchaban música en la sala, los tres hijos de la pareja anfitriona, que tenían nueve, cuatro y tres años, se entretenían viendo la televisión en su recámara. Los invitados ignoraban que Nelson y Lucy estaban temporalmente separados, y que el hombre vivía con sus padres en tanto se reconciliaba con su mujer. Habían tenido diferencias como cualquier pareja, pero ambos tuvieron la prudencia necesaria para evitar discusiones y ofensas y se dieron un espacio. Nelson veía a los niños los fines de semana, seguía sufragando los gastos, pero no dormía en casa.

Transcurrió la velada y, al calor del alcohol, Nelson hizo pública su situación conyugal. Todos los amigos se involucraron en el tema y de inmediato emitieron su opinión, en uno u otro sentido. Menos uno. Dany, el más joven de todos, quien si bien escuchaba los lamentos de su amigo, no quitaba la mirada sobre la esposa, quien permanecía callada escuchando a los achispados compañeros de su marido. Lucy era una mujer bonita, de menos de treinta años. Cualquiera en su sano juicio se habría dado cuenta que al joven le gustaba la dueña de la casa, pero como estaban todos borrachos, nadie reparo en ello. Sólo Lucy, quien al ver la forma como la miraba el sujeto, les pidió que ya se retiraran, pues ella y los niños tenían que descansar. 

Atendiendo la sugerencia de su joven esposa, Nelson, con la mirada, invitó a todos a levantarse. Así lo hicieron. Se despidieron y se retiraron. El último en salir fue el esposo, quien le agradeció a Lucy su paciencia con sus compañeros y también se retiró.

La joven acostó a los niños y se puso a limpiar la cocina y a recoger el tiradero que dejaron los beodos. Al recordar la mirada del atrevido sujeto, un escalofrío le recorrió la espina dorsal, y deseó no volver a verlo jamás. Pensó en decirle tres o cuatro verdades al esposo el día que lo viera. “Qué ocurrencias de llevar borrachos a su casa sin avisarle”, pensó, molesta, la muchacha. Terminó sus quehaceres y se retiró a su cuarto. El sueño producto del cansancio la venció sin descalzarse ni desvestirse.

Todos dormían cuando se escuchó un fuerte golpe en el patio. Los niños despertaron y, espantados, corrieron al cuarto de su madre. Lucy se precipitó a asegurar puertas y ventanas. Al parecer alguien se brincó la barda y habría caído pesadamente en el patio. Encendió la lámpara del patio y vio a Dany, el amigo del esposo, agazapado en un rincón.

Los niños también vieron al hombre y, espantados, se pusieron a llorar. Lucy fue hacia el teléfono para llamar a la policía, pero el aparato estaba muerto; de seguro el intruso había cortado el cable. Resguardó a los niños en su recámara, y les indicó que, oyeran lo que oyeran, por ningún motivo salieran de allí. Apagó todas las luces de la casa y puso a hervir agua, con la intención de arrojársela a la cara en caso de que el tipo entrara a la casa. Decidida a defender su honor tomó el cuchillo más filoso que encontró y aseguró la puerta de entrada con una silla.

El tipo, al otro lado de la puerta, dijo amenazante:

-Señora, ábrame por las buenas. Porque por las malas pueden salir lastimados sus chamacos. ¡Piénselo!

Lucy no respondió. Se mantuvo atenta con la mirada fija en el recipiente donde hervía el agua. Rogaba a Dios para que el hombre no entrara. Un cristalazo la sacó de sus pensamientos. El joven había roto el vidrio de una ventana y forcejeaba con el pestillo. La mujer se armó de valor. Fue hacia allá y le enterró el cuchillo en la mano en repetidas ocasiones. Dany logró abrir la ventana y entró. Lucy corrió a la cocina, tomó la cacerola de la estufa y se le arrojó el agua hirviente a la cara. El hombre sintió el ardor. Sus aullidos resonaron en el silencio de la noche. La imagen era horrible, quemado y sangrando, con los pedazos de piel quemada colgándole por el rostro. Pero ebrio y enardecido por el innoble deseo por la muchacha, la perseguía por toda la casa.

Los niños, desobedeciendo la orden de su madre, salieron de la recámara al escuchar la gritería. Encendieron la luz y al ver la terrorífica escena corrieron hacia su mamá. Pero el intruso fue más rápido y de un zarpazo se apoderó del niño más pequeño, quien imploraba la ayuda de su madre. El hijo mayor vio el cuchillo que había quedado en el suelo y corrió a tomarlo. Se lo entregó a Lucy, quien sin dudarlo un instante, lo clavó repetidas veces sobre el cuerpo del verdugo. Este resistía, al tiempo que forcejeaba con el chiquillo, que intentaba zafarse de sus garras. Por fin un golpe certero con el cuchillo le atravesó la garganta y lo dejó sin vida.

Lucy tomó a sus hijos de la mano y juntos salieron huyendo de la casa. En el camino el pequeño se desvaneció. Los vecinos que habían escuchado el alboroto ya habían llamado a la policía y a la ambulancia. Los paramédicos atendieron al infante desvanecido, lo revisaron y encontraron que tenía una herida mortal en uno de sus pulmones. Entre la desesperación, los gritos y los forcejeos, Lucy había acuchillado la espalda de su propio hijo. En su intento por salvarlo lo había herido de muerte.

Roxana Martínez Huerta
Tomado de El Horror de La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina III



Sagrario

Entre todas las lavanderas del barrio Sagrario se distinguía por ser limpia y esforzada.Nadie entregaba las camisas tan blancas y mejor planchadas que ella. Trabajaba de sol a sol para que a sus hijos no les faltara nada.

Cuando su marido abandonó el hogar y se fue a buscar fortuna a los Estados Unidos, Sagrario dejó pasar un tiempo razonable en espera de recibir el dinero que le enviaría para la manutención de la familia. Pero los meses pasaron sin recibir ni dinero ni noticias del “mojado”. Entonces se dispuso a hacer lo único que había aprendido en su pobre existencia: asear casas, cocinar, lavar y planchar.

Los insidiosos vecinos, como sucede siempre en estos casos, le decían que su marido nunca regresaría, por lo que, siendo ella tan joven y tan guapa, le aconsejaban que se buscara otro hombre y que se volviera a casar. Pero Sagrario no quería saber nada de parejas ni de ninguna relación. Y no porque quisiera mucho a Isidro, que así se llamaba el marido, sino porque había quedado harta de hombre. 

-Líbreme Dios de volver a los malos tratos. Isidro me ponía mis buenas golpizas, sin motivo ni razón. Así solitos, mis hijos y yo, la vamos pasando bien –aseguraba la mujer y argumentaba-. Además, estamos casados por la iglesia. Aunque Isidro nunca regrese, mi obligación es guardarle respeto, pues el padre de mis criaturas. No quiero que nadie me juzgue como mala madre y, menos, darles un padrastro, que quién sabe cómo me los trate. 

Los años pasaron. Los hijos de Sagrario crecieron. Unos se casaron, otros se murieron. Al final todos se fueron y la olvidaron. Fue entonces cuando empezó a sentir la soledad, deambulaba y hablaba sola entre los muros de su oscura casucha. 

Sus conocidas acostumbraban ir a bailar a los salones del rumbo en sus días de descanso. Una tarde la invitaron, le dijeron que se arreglara y que las acompañara. Sagrario aceptó esa invitación y las que siguieron después, pues se sintió tomada en cuenta y nuevamente acompañada. El ambiente le encantó, al grado que encontró en el baile el refugio a su vida solitaria.  Fue tanto el gusto, que se le volvió costumbre, casi vicio. Acudía a todos los salones y bailaba hasta quedar exhausta.

Fue en uno de esos salones donde hizo amistad con Perla, una muchacha más joven que ella, muy alegre y muy buena, pero con un terrible defecto: era alcohólica. Se hicieron muy buenas amigas y de alguna forma confidentes. Perla era muy reservada, a nadie le contaba acerca de su vida. Nadie sabía por qué siendo tan joven tenía ese vicio tan arraigado. 

Pero si al principio el vicio de Perla fue gracia entre sus compañeras, con el tiempo se convirtió en grosería y vergüenza para sus conocidos, por los escándalos que protagonizaba cuando estaba ebria, que era casi siempre. Terminaron por sacarla de su círculo de amigas. Sólo Sagrario permaneció a su lado, pues era su única amiga. La acompañó y le siguió el paso en sus continuas parrandas y acabó bebiendo alcohol al parejo de su joven compañera. 

La forma de vida de Sagrario cambió. Si antes era la primera en cumplir con su trabajo, ahora entregaba la ropa a destiempo; cuando podía, cuando no estaba ebria o cruda. Se volvió descuidada, sucia e irresponsable. En pocas palabras, se volvió alcohólica. Una fría madrugada en medio de la calle, vio morir a su amiga Perla a consecuencia de una congestión alcohólica. Volvió a quedar sola, aunque ahora tenía un refugio: el alcohol. Tomaba a diario.

Nadie le volvió a dar trabajo. La desalojaron de su humilde vivienda por no pagar la renta. Terminó prostituyéndose por cerveza, cigarros y tequila. Dormía donde podía o donde el trago la derrumbaba. La adicción al alcohol cobró su precio: se hinchó de forma grotesca. La cara se le abotagó y sus bellas piernas, de las que presumía en su juventud, se le llenaron de varices ulceradas y punto de reventar. La gente se refería a ella como Sagrario La Teporocha

Un día se juntó con un grupo de indigentes que pernoctaban en un local abandonado, que alguna vez fue panadería. Allí dormían, hacían sus necesidades, comían e inhalaban sustancias. Todo a la vista de la gente que por necesidad tenía que pasar frente a ese lugar nauseabundo.

Una fría mañana invernal un grupo de curiosos se arremolinó fuera del pestilente sitio de teporochos, preguntando que sucedía.

-Están levantando el cuerpo de Sagrario La Teporocha –Dijo una voz.

-¡Qué asco! Habían de prenderle fuego junto con todos sus compinches, para que se acabe este foco de infección. -Terció alguien más.

Roxana Martínez Huerta 
Tomada de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan