jueves, 29 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina VI



La Esposa del Zapatero

Por Roxana Martínez Huerta

Cuando cursaba el último año de la carrera de Derecho, entré a hacer mi servicio social en la 4ª Delegación de Policía, ubicada en Tlaxcoaque, en el centro de la ciudad de México. Me asignaron el puesto de Auxiliar de Agente del Ministerio Público. Mi trabajo consistía en levantar actas, poner multas, dar entrada y salida a los detenidos. En ocasiones, cuando nos reportaban riñas o accidentes, acudíamos a los lugares para levantar el acta correspondiente al delito cometido. Yo era muy joven y, en consecuencia, idealista en lo relacionado a las cuestiones legales. Desde mi pequeña trinchera quería hacer verdadera justicia a las víctimas y aplicar castigos justos a los delincuentes.
Tenía pocas semanas en mi empleo cuando, un domingo por la mañana, recibimos una llamada urgente reportando una riña doméstica en el número 78 de la calle 5 de Febrero. De inmediato abordamos una patrulla y nos dirigimos al lugar de los hechos. Ya se encontraba allí una ambulancia que había sido solicitada por los vecinos. La calle estaba llena de curiosos. Dentro de la vivienda se escuchaban llantos y gritos de niños. Los policías intentaron abrir la puerta pero estaba asegurada por dentro. Yo me acerqué a la puerta y le grite los niños que me abrieran, que venía yo a ayudarlos. Al escuchar mi voz los gritos de auxilio se hicieron más fuertes pero no abrían. Con ayuda de varios vecinosm que trajeron una barreta los agentes procedieron a derribar la puerta.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra observé el lugar. La parte delantera del departamento estaba habilitado como taller de calzado. Dividida por una sucia cortina de tela el resto de la estancia funcionaba como una pequeña vivienda. Agazapados detrás del mostrador se encontraban los niños. Eran seis varones llorosos y temerosos. Miré hacia el fondo del lugar, allí estaba un hombre alto y delgado, con las manos metidas en las bolsas del pantalón y la mirada ausente. Casi tropiezo con un cuerpo triado en el suelo. Era una joven mujer que, inconsciente, yacía en medio de un charco de sangre. Enseguida ingresaron los paramédicos y procedieron a auscultar el cuerpo. La mujer aún respiraba. La levantaron, la subieron de inmediato a la ambulancia y la trasladaron al hospital más cercano.
El hombre se entregó a lo agentes sin oponer resistencia. Los vecinos gritaban todos al mismo tiempo, estaban muy indignados y querían golpear al victimario. Entre jaloneos y puñetazos lo sacamos de ahí y lo metimos a la patrulla. Quise sacar también  a los niños pero las mujeres del lugar se opusieron diciendo que ellas se encargarían de cuidarlos. Que mejor nos lleváramos pronto al golpeador, antes de que ellas mismas hicieran justicia por propia mano, pues estaban hartas de tanto abuso contra esa pobre familia. Intenté replicar pero me mantuve callado al ver las agresivas actitudes de los hombres que rodearon la patrulla donde estaba el golpeador.
Nos retiramos del lugar y una vez en la delegación, el sujeto confesó haber golpeado a su mujer, argumentando que ella tenía la culpa pues lo había hecho enfurecer. Allí pasó la noche y al día siguiente fue remitido a la penitenciaria, ya que las heridas de la mujer eran muy graves, posiblemente mortales.
Días después me avisaron que la mujer había recobrado el conocimiento, así que acudí al nosocomio de la Cruz Roja donde estaba hospitalizada para tomar su declaración. Se llamaba Cecilia. Era una mujer muy delgada, de baja estatura y no pasaba de los treinta años. El diagnóstico médico dictaminó cuatro costillas rotas, hematomas en ambos ojos y en quijada, extremidades y dorso; tenía fracturadas la mano derecha y la nariz. Pero la lesión más grande la tenía en la cabeza, por lo que requirió de más de veinte puntadas para cerrar la herida. Aunque lúcida su estado seguía siendo grave. Con voz casi inaudible declaró que su marido era un hombre muy trabajador, pero muy violento con los niños y con ella. Cuando explotaba, que era bastante seguido, perdía el control y los golpeaba sin miramiento. Las edades de sus hijos iban desde los doce a un año. Me preguntó por ellos pues estaba muy preocupada por su situación. La tranquilicé diciéndole que estaban bien, pues sus bondadosas vecinas los tenían a cargo, y el más grande atendía el taller. Al escucharme se consoló un poco y tímidamente se animó a preguntarme por el esposo.
- Esta detenido. Casi la mata. ¿No me diga que le preocupa ese sujeto? -Pregunté.
-Es mi esposo y el padre de mis hijos. Además si está preso ¿cómo van a comer mis hijos? -inquirió.
-¡Y libre los va a matar! –Exclamé indignado-. Usted no se preocupe. Lo importante es que usted se recupere para que sus hijos no estén solos.
Me despedí de ella asegurándole que yo mismo iría a visitar a los niños, para informarles que su madre estaba fuera de peligro; y para ver en qué podía ayudarlos. Así lo hice. Los visité en varias ocasiones.
Cuando la madre salió del hospital y regresó a su casa, le llevé algunas cosas para la despensa; obsequio de mi mamá, a quien le había contado la situación de esa familia. Cecilia, en agradecimiento, me preparó un almuerzo que me envío con uno de sus hijos. Mi jefe veía mal estos comedimientos y me machacaba: “No se involucre con ellos, licenciado. Esa gente es mitotera y argüendera. Ya se acostumbrará. Yo sé lo que le digo”.
Cuando Cecilia sanó completamente cerró el taller y se cambió de casa. Para mantenerse hacía limpieza en las casas y lavaba y planchaba ropa por docena, que le llevaban las señoras del rumbo. Todo con la ayuda de sus hijos. Su situación mejoró. La familia se sentía mejor que nunca. Los niños asistían a la escuela, limpios y bien comidos.
En cuanto al golpeador, luego de varios meses de reclusión y “en premio” por su buen comportamiento, lo dieron el beneficio de libertad bajo palabra. No tardó mucho en encontrar a su familia. Le rogó a Cecilia que lo aceptara nuevamente deshaciéndose en súplicas y promesas. Los niños no querían que volviera pues le tenían mucho miedo, por eso vinieron a buscarme para pedirme que convenciera a su madre de no aceptar al hombre. Atendiendo sus ruegos fui a hablar con la mujer. Pero ella ya había decidido perdonar al rufián. Ni mis argumentos ni las súplicas de sus hijos la hicieron cambiar de opinión. Decía que era su esposo y el padre de semejantes mal agradecidos. Que era un hombre muy horado y trabajador, y que ya había pagado su culpa en la cárcel. Además, afirmaba que una mujer sola no valía nada. Así que lo aceptó y la familia entera regresó al taller. Me indigné tanto que no volví a verla. Además, con el esposo vigilando todo el tiempo, era imposible poder acercarme a ella o sus hijos.
Pasó el tiempo y yo seguí con mis abundantes actividades judiciales. Un día llegó un reporte y el oficial en turno, al entregármelo, me señaló la dirección. Leí y de inmediato supe que era el domicilio de Cecilia y de sus hijos. El corazón me dio un vuelco. Presentí lo peor. La distancia entre la estación y su casa se me hizo eterna. Al llegar vi la misma escena anterior, sólo que ahora eran las dos de la madrugada. Al verme descender de la patrulla los niños corrieron hacia mí. Estaban histéricos y desesperados. En el patio los vecinos tenían agarrado al marido y lo golpeaban salvajemente. Los agentes y yo les dimos suficiente tiempo antes de intervenir. Luego entré a la vivienda. Vi en los rostros y las miradas de los paramédicos que esta vez ya nada se podía hacer. Cecilia ya estaba muerta. El marido le había cortado la garganta con su charrasca de trabajo. Di la orden de llamar al forense para que recogiera el cadáver.
Afuera los policías rescataron al asesino casi inconsciente por la golpiza. Mientras esperábamos la ambulancia del servicio médico forense, uno de los niños me increpó muy enojado:
-Ya ve, licenciado, le dijimos que ese desgraciado iba a matar a mi mamacita y usted no hizo nada.
Han pasado muchos años de aquellos sucesos. Ahora soy abogado penalista y ningún caso ha dejado de dolerme, pero el asesinato de Cecilia me abruma demasiado cuando lo recuerdo.

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

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