La Esposa del Zapatero
Por Roxana Martínez Huerta
Cuando
cursaba el último año de la carrera de Derecho, entré a hacer mi servicio
social en la 4ª Delegación de Policía, ubicada en Tlaxcoaque, en el centro de
la ciudad de México. Me asignaron el puesto de Auxiliar de Agente del
Ministerio Público. Mi trabajo consistía en levantar actas, poner multas, dar
entrada y salida a los detenidos. En ocasiones, cuando nos reportaban riñas o
accidentes, acudíamos a los lugares para levantar el acta correspondiente al
delito cometido. Yo era muy joven y, en consecuencia, idealista en lo
relacionado a las cuestiones legales. Desde mi pequeña trinchera quería hacer
verdadera justicia a las víctimas y aplicar castigos justos a los delincuentes.
Tenía
pocas semanas en mi empleo cuando, un domingo por la mañana, recibimos una
llamada urgente reportando una riña doméstica en el número 78 de la calle 5 de
Febrero. De inmediato abordamos una patrulla y nos dirigimos al lugar de los
hechos. Ya se encontraba allí una ambulancia que había sido solicitada por los
vecinos. La calle estaba llena de curiosos. Dentro de la vivienda se escuchaban
llantos y gritos de niños. Los policías intentaron abrir la puerta pero estaba
asegurada por dentro. Yo me acerqué a la puerta y le grite los niños que me
abrieran, que venía yo a ayudarlos. Al escuchar mi voz los gritos de auxilio se
hicieron más fuertes pero no abrían. Con ayuda de varios vecinosm que trajeron
una barreta los agentes procedieron a derribar la puerta.
Mientras
mis ojos se acostumbraban a la penumbra observé el lugar. La parte delantera del
departamento estaba habilitado como taller de calzado. Dividida por una sucia
cortina de tela el resto de la estancia funcionaba como una pequeña vivienda. Agazapados
detrás del mostrador se encontraban los niños. Eran seis varones llorosos y
temerosos. Miré hacia el fondo del lugar, allí estaba un hombre alto y delgado,
con las manos metidas en las bolsas del pantalón y la mirada ausente. Casi
tropiezo con un cuerpo triado en el suelo. Era una joven mujer que, inconsciente,
yacía en medio de un charco de sangre. Enseguida ingresaron los paramédicos y procedieron
a auscultar el cuerpo. La mujer aún respiraba. La levantaron, la subieron de
inmediato a la ambulancia y la trasladaron al hospital más cercano.
El
hombre se entregó a lo agentes sin oponer resistencia. Los vecinos gritaban
todos al mismo tiempo, estaban muy indignados y querían golpear al victimario. Entre
jaloneos y puñetazos lo sacamos de ahí y lo metimos a la patrulla. Quise sacar
también a los niños pero las mujeres del
lugar se opusieron diciendo que ellas se encargarían de cuidarlos. Que mejor
nos lleváramos pronto al golpeador, antes de que ellas mismas hicieran justicia
por propia mano, pues estaban hartas de tanto abuso contra esa pobre familia. Intenté
replicar pero me mantuve callado al ver las agresivas actitudes de los hombres que
rodearon la patrulla donde estaba el golpeador.
Nos
retiramos del lugar y una vez en la delegación, el sujeto confesó haber
golpeado a su mujer, argumentando que ella tenía la culpa pues lo había hecho
enfurecer. Allí pasó la noche y al día siguiente fue remitido a la
penitenciaria, ya que las heridas de la mujer eran muy graves, posiblemente
mortales.
Días
después me avisaron que la mujer había recobrado el conocimiento, así que acudí
al nosocomio de la Cruz Roja donde estaba hospitalizada para tomar su
declaración. Se llamaba Cecilia. Era una mujer muy delgada, de baja estatura y
no pasaba de los treinta años. El diagnóstico médico dictaminó cuatro costillas
rotas, hematomas en ambos ojos y en quijada, extremidades y dorso; tenía
fracturadas la mano derecha y la nariz. Pero la lesión más grande la tenía en
la cabeza, por lo que requirió de más de veinte puntadas para cerrar la herida.
Aunque lúcida su estado seguía siendo grave. Con voz casi inaudible declaró que
su marido era un hombre muy trabajador, pero muy violento con los niños y con
ella. Cuando explotaba, que era bastante seguido, perdía el control y los
golpeaba sin miramiento. Las edades de sus hijos iban desde los doce a un año. Me
preguntó por ellos pues estaba muy preocupada por su situación. La tranquilicé
diciéndole que estaban bien, pues sus bondadosas vecinas los tenían a cargo, y
el más grande atendía el taller. Al escucharme se consoló un poco y tímidamente
se animó a preguntarme por el esposo.
-
Esta detenido. Casi la mata. ¿No me diga que le preocupa ese sujeto? -Pregunté.
-Es
mi esposo y el padre de mis hijos. Además si está preso ¿cómo van a comer mis
hijos? -inquirió.
-¡Y
libre los va a matar! –Exclamé indignado-. Usted no se preocupe. Lo importante
es que usted se recupere para que sus hijos no estén solos.
Me
despedí de ella asegurándole que yo mismo iría a visitar a los niños, para informarles
que su madre estaba fuera de peligro; y para ver en qué podía ayudarlos. Así lo
hice. Los visité en varias ocasiones.
Cuando
la madre salió del hospital y regresó a su casa, le llevé algunas cosas para la
despensa; obsequio de mi mamá, a quien le había contado la situación de esa
familia. Cecilia, en agradecimiento, me preparó un almuerzo que me envío con
uno de sus hijos. Mi jefe veía mal estos comedimientos y me machacaba: “No se involucre con ellos, licenciado. Esa
gente es mitotera y argüendera. Ya se acostumbrará. Yo sé lo que le digo”.
Cuando
Cecilia sanó completamente cerró el taller y se cambió de casa. Para mantenerse
hacía limpieza en las casas y lavaba y planchaba ropa por docena, que le
llevaban las señoras del rumbo. Todo con la ayuda de sus hijos. Su situación
mejoró. La familia se sentía mejor que nunca. Los niños asistían a la escuela,
limpios y bien comidos.
En
cuanto al golpeador, luego de varios meses de reclusión y “en premio” por su buen
comportamiento, lo dieron el beneficio de libertad bajo palabra. No tardó mucho
en encontrar a su familia. Le rogó a Cecilia que lo aceptara nuevamente
deshaciéndose en súplicas y promesas. Los niños no querían que volviera pues le
tenían mucho miedo, por eso vinieron a buscarme para pedirme que convenciera a
su madre de no aceptar al hombre. Atendiendo sus ruegos fui a hablar con la
mujer. Pero ella ya había decidido perdonar al rufián. Ni mis argumentos ni las
súplicas de sus hijos la hicieron cambiar de opinión. Decía que era su esposo y
el padre de semejantes mal agradecidos.
Que era un hombre muy horado y trabajador, y que ya había pagado su culpa en la
cárcel. Además, afirmaba que una mujer sola no valía nada. Así que lo aceptó y
la familia entera regresó al taller. Me indigné tanto que no volví a verla. Además,
con el esposo vigilando todo el tiempo, era imposible poder acercarme a ella o
sus hijos.
Pasó
el tiempo y yo seguí con mis abundantes actividades judiciales. Un día llegó un
reporte y el oficial en turno, al entregármelo, me señaló la dirección. Leí y
de inmediato supe que era el domicilio de Cecilia y de sus hijos. El corazón me
dio un vuelco. Presentí lo peor. La distancia entre la estación y su casa se me
hizo eterna. Al llegar vi la misma escena anterior, sólo que ahora eran las dos
de la madrugada. Al verme descender de la patrulla los niños corrieron hacia mí.
Estaban histéricos y desesperados. En el patio los vecinos tenían agarrado al
marido y lo golpeaban salvajemente. Los agentes y yo les dimos suficiente
tiempo antes de intervenir. Luego entré a la vivienda. Vi en los rostros y las
miradas de los paramédicos que esta vez ya nada se podía hacer. Cecilia ya
estaba muerta. El marido le había cortado la garganta con su charrasca de
trabajo. Di la orden de llamar al forense para que recogiera el cadáver.
Afuera
los policías rescataron al asesino casi inconsciente por la golpiza. Mientras
esperábamos la ambulancia del servicio médico forense, uno de los niños me increpó
muy enojado:
-Ya
ve, licenciado, le dijimos que ese desgraciado iba a matar a mi mamacita y
usted no hizo nada.
Han
pasado muchos años de aquellos sucesos. Ahora soy abogado penalista y ningún
caso ha dejado de dolerme, pero el asesinato de Cecilia me abruma demasiado
cuando lo recuerdo.
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan
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