Antonieta
En la esquina que forman las calles de
Regina e Isabel La Católica, donde actualmente se encuentran unos famosos baños
públicos, había, a principios del siglo pasado, una fastuosa casona porfiriana,
con muchas habitaciones, patios y balcones. Contaba además con varios portales
que albergaban diversos giros comerciales. Sus dueños, una joven pareja de
inmigrantes españoles, llegaron a la Ciudad de México trayendo consigo a María
Antonieta, su pequeña y única hija. La niña llamaba mucho la atención por sus
modos de caminar con mucho garbo y altivez. No es que fuera presumida, “sino
que heredó la estampa de la abuela materna”, afirmaban sus orgullosos padres.
La envidiable ubicación de la casa y el
esfuerzo tesonero de su propietario le posibilitó a la familia acumular bienes
y riquezas. Pero el tiempo es implacable y breve la existencia del ser humano.
Los dueños envejecieron y se murieron. La pequeña María Antonieta se convirtió
en una hermosa y atractiva mujer. Nunca se casó ni se le conocieron
pretendientes. Se quedó sola con todas las propiedades y con una herencia de
tal magnitud que, “si era administrada adecuadamente, le dijo su padre antes de
morir, nunca tendría necesidad de trabajar”. Y así fue por varios años,
Antonieta no se preocupó por nada, ni le importó el mantenimiento de la casa.
Los años pasaron, la ciudad siguió
creciendo, el barrio y la calle modificaron su fisonomía. Los comercios en la
zona cambiaban de giro, unos crecían otros quebraban según las necesidades de
la era moderna. Para la década de los años sesenta la antes imponente casona
estaba completamente deteriorada y la propietaria transformada en una anciana.
Aunque conservaba el mismo garbo y altivez que la caracterizaron y algunos destellos
de su antigua belleza, era ahora “Antonieta, La Solterona”, como le llamaban los
vecinos en el barrio. Los inquilinos que durante un tiempo rentaron las
habitaciones de la casa, así como la servidumbre se fueron uno detrás del otro,
en busca de mejores aires donde vivir.
Sola y con una casa tan grande para ella
La Solterona fue vendiendo fracciones del terreno a los voraces especuladores
del centro de la Ciudad. Al final sólo conservó un sencillo departamento de dos
pisos que daba a la calle de Regina, donde pensaba acabar los últimos días de
su solitaria existencia, sin imaginar que el destino le tenía reservado otro
final. Un día la visitaron unos empresarios inmobiliarios que manifestaron su
deseo de comprarle su departamento y le hicieron una jugosa oferta económica,
sabedores de las urgencias económicas que por entonces pasaba la anciana mujer.
Antonieta no aceptó, argumentado que se quedaría en la calle si vendía lo único
que le quedaba. Además dónde metería la cantidad de muebles finos, pinturas,
alfombras y cristalería fina que conservaba de los años de esplendor. Aunque
requería de efectivo se negó rotundamente a vender la propiedad, y para costear
sus gastos empezó a malbaratar cuadros, joyas y prendas de valor.
Pero los empresarios estaban empecinados
pues tenían en mente un gran proyecto de modernización y construcción que les
dejaría grandes ganancias. Así que urdieron un perverso plan para adueñarse de
la propiedad. Contrataron a un abogado de no malos bigotes quien, con el
pretexto de comprar los muebles y los objetos de valor, se acercó a La Solterona
pagándole cantidades atractivas de dinero, con lo cual se ganó su confianza. Le
compró casi todo lo que vendía. La anciana estaba encantada con los precios y
las adulaciones que recibía durante las charlas de café que se hicieron
costumbre por las tardes. El abogado la fue envolviendo con mentiras medias
verdades, haciéndola firmar diversos documentos, uno de los cuales soportaba la
venta del terreno motivo de la discordia. Fue así como Antonieta, creyendo
firmar documentos de las ventas hechas al abogado, en realidad firmó un
contrato mediante el cual cedía la propiedad de la casa.
Luego de ese día cesaron las visitas del
abogado y en su lugar comenzaron a llegar avisos y notificaciones de desahucio.
Antonieta ‘La Solterona’ no entendía nada de esos papeles y hacía caso omiso de
ellos.
Había pasado casi un año de la última
visita del abogado cuando una mañana llegó un actuario acompañado de una docena
de cargadores. Entraron a la casa con lujo de violencia y altanería y
procedieron al desalojo. Los muebles, ropa y las pocas pertenencias que le
quedaban a la anciana fueron apilados sobre la acera de la calle. Al final
sacaron casi cargando a la vieja solterona y la colocaron en una silla. La
escena era patética y humillante: una anciana altiva en medio de aquél desorden
con todos sus enseres regados por la calle.
Los vecinos se compadecieron del triste
espectáculo que presenciaban y cubrieron hasta donde fue posible con sábanas,
cortinas y plásticos las pertenencias de la vieja. Antonieta no reaccionaba,
estaba como ida; muy erguida y sin expresión alguna, permanecía sentada en la
silla de madera donde fue colocada por los barbajanes. Pasaron las horas, llegó
la tarde y la delgada solterona seguía en la misma posición. La gente se
acercaba para ofrecerle algo de comer o sugerirle que buscara un refugio donde
pasar la noche. Otros ofrecían su casa para que metiera sus muebles pero ella
no contestaba. Así que los vecinos decidieron guardar lo más valioso en una
bodega que alquilaron, aclarándole que cuando tuviera un lugar donde vivir,
ellos mismos le devolverían todo. Cuando oscureció quisieron levantarla para
llevarla a un lugar caliente y cómodo donde pasara la noche, pero Antonieta se
aferró a la silla hasta con las uñas. Lloraba y gritaba como una criatura mal
criada. Ante su obstinación los vecinos claudicaron en su empeño. La cubrieron
con una gruesa cobija y se retiraron a dormir.
A la mañana siguiente dos vecinas le
llevaron café caliente y pan. Antonieta continuaba en la misma posición en que
la habían dejado la noche anterior, aunque notaron que se veía diferente. Creyendo
que seguía dormida, las mujeres le tomaron las manos para despertarla. Entonces
se dieron cuenta que estaba helada. Antonieta había muerto.
-Pobre
señorita Antonieta, no resistió tanta humillación. Pero ni la muerte le
arrebató ese gesto digno y orgulloso que siempre tuvo desde su niñez -dijo una
de ellas. Se persignaron y le rezaron un Ave María por el eterno descanso de la
desdichada mujer.
Roxana Martínez Huerta
Tomado de la Seción Mujer de La Gaceta de Chicoloapan
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