sábado, 10 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina V


Antonieta 
 En la esquina que forman las calles de Regina e Isabel La Católica, donde actualmente se encuentran unos famosos baños públicos, había, a principios del siglo pasado, una fastuosa casona porfiriana, con muchas habitaciones, patios y balcones. Contaba además con varios portales que albergaban diversos giros comerciales. Sus dueños, una joven pareja de inmigrantes españoles, llegaron a la Ciudad de México trayendo consigo a María Antonieta, su pequeña y única hija. La niña llamaba mucho la atención por sus modos de caminar con mucho garbo y altivez. No es que fuera presumida, “sino que heredó la estampa de la abuela materna”, afirmaban sus orgullosos padres.


La envidiable ubicación de la casa y el esfuerzo tesonero de su propietario le posibilitó a la familia acumular bienes y riquezas. Pero el tiempo es implacable y breve la existencia del ser humano. Los dueños envejecieron y se murieron. La pequeña María Antonieta se convirtió en una hermosa y atractiva mujer. Nunca se casó ni se le conocieron pretendientes. Se quedó sola con todas las propiedades y con una herencia de tal magnitud que, “si era administrada adecuadamente, le dijo su padre antes de morir, nunca tendría necesidad de trabajar”. Y así fue por varios años, Antonieta no se preocupó por nada, ni le importó el mantenimiento de la casa. 

 Los años pasaron, la ciudad siguió creciendo, el barrio y la calle modificaron su fisonomía. Los comercios en la zona cambiaban de giro, unos crecían otros quebraban según las necesidades de la era moderna. Para la década de los años sesenta la antes imponente casona estaba completamente deteriorada y la propietaria transformada en una anciana. Aunque conservaba el mismo garbo y altivez que la caracterizaron y algunos destellos de su antigua belleza, era ahora “Antonieta, La Solterona”, como le llamaban los vecinos en el barrio. Los inquilinos que durante un tiempo rentaron las habitaciones de la casa, así como la servidumbre se fueron uno detrás del otro, en busca de mejores aires donde vivir.

Sola y con una casa tan grande para ella La Solterona fue vendiendo fracciones del terreno a los voraces especuladores del centro de la Ciudad. Al final sólo conservó un sencillo departamento de dos pisos que daba a la calle de Regina, donde pensaba acabar los últimos días de su solitaria existencia, sin imaginar que el destino le tenía reservado otro final. Un día la visitaron unos empresarios inmobiliarios que manifestaron su deseo de comprarle su departamento y le hicieron una jugosa oferta económica, sabedores de las urgencias económicas que por entonces pasaba la anciana mujer. Antonieta no aceptó, argumentado que se quedaría en la calle si vendía lo único que le quedaba. Además dónde metería la cantidad de muebles finos, pinturas, alfombras y cristalería fina que conservaba de los años de esplendor. Aunque requería de efectivo se negó rotundamente a vender la propiedad, y para costear sus gastos empezó a malbaratar cuadros, joyas y prendas de valor.

Pero los empresarios estaban empecinados pues tenían en mente un gran proyecto de modernización y construcción que les dejaría grandes ganancias. Así que urdieron un perverso plan para adueñarse de la propiedad. Contrataron a un abogado de no malos bigotes quien, con el pretexto de comprar los muebles y los objetos de valor, se acercó a La Solterona pagándole cantidades atractivas de dinero, con lo cual se ganó su confianza. Le compró casi todo lo que vendía. La anciana estaba encantada con los precios y las adulaciones que recibía durante las charlas de café que se hicieron costumbre por las tardes. El abogado la fue envolviendo con mentiras medias verdades, haciéndola firmar diversos documentos, uno de los cuales soportaba la venta del terreno motivo de la discordia. Fue así como Antonieta, creyendo firmar documentos de las ventas hechas al abogado, en realidad firmó un contrato mediante el cual cedía la propiedad de la casa.

Luego de ese día cesaron las visitas del abogado y en su lugar comenzaron a llegar avisos y notificaciones de desahucio. Antonieta ‘La Solterona’ no entendía nada de esos papeles y hacía caso omiso de ellos.

Había pasado casi un año de la última visita del abogado cuando una mañana llegó un actuario acompañado de una docena de cargadores. Entraron a la casa con lujo de violencia y altanería y procedieron al desalojo. Los muebles, ropa y las pocas pertenencias que le quedaban a la anciana fueron apilados sobre la acera de la calle. Al final sacaron casi cargando a la vieja solterona y la colocaron en una silla. La escena era patética y humillante: una anciana altiva en medio de aquél desorden con todos sus enseres regados por la calle.

Los vecinos se compadecieron del triste espectáculo que presenciaban y cubrieron hasta donde fue posible con sábanas, cortinas y plásticos las pertenencias de la vieja. Antonieta no reaccionaba, estaba como ida; muy erguida y sin expresión alguna, permanecía sentada en la silla de madera donde fue colocada por los barbajanes. Pasaron las horas, llegó la tarde y la delgada solterona seguía en la misma posición. La gente se acercaba para ofrecerle algo de comer o sugerirle que buscara un refugio donde pasar la noche. Otros ofrecían su casa para que metiera sus muebles pero ella no contestaba. Así que los vecinos decidieron guardar lo más valioso en una bodega que alquilaron, aclarándole que cuando tuviera un lugar donde vivir, ellos mismos le devolverían todo. Cuando oscureció quisieron levantarla para llevarla a un lugar caliente y cómodo donde pasara la noche, pero Antonieta se aferró a la silla hasta con las uñas. Lloraba y gritaba como una criatura mal criada. Ante su obstinación los vecinos claudicaron en su empeño. La cubrieron con una gruesa cobija y se retiraron a dormir.

A la mañana siguiente dos vecinas le llevaron café caliente y pan. Antonieta continuaba en la misma posición en que la habían dejado la noche anterior, aunque notaron que se veía diferente. Creyendo que seguía dormida, las mujeres le tomaron las manos para despertarla. Entonces se dieron cuenta que estaba helada. Antonieta había muerto.

-Pobre señorita Antonieta, no resistió tanta humillación. Pero ni la muerte le arrebató ese gesto digno y orgulloso que siempre tuvo desde su niñez -dijo una de ellas. Se persignaron y le rezaron un Ave María por el eterno descanso de la desdichada mujer.


 Roxana Martínez Huerta

Tomado de la Seción Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

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