viernes, 2 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina IV



El Intruso

Ese día, Nelson y sus compañeros de trabajo, salieron de la oficina más temprano que de costumbre. Tenían ganas de tomarse una copa pero no querían gastar mucho. Alguien propuso que lo mejor era comprar comida rápida, algo de beber e ir a casa de alguno de ellos. Barajando las posibilidades acordaron que la mejor opción era la casa de Nelson, cuya esposa tenía fama de amable anfitriona. Acordaron que sería una breve reunión, que terminaría temprano, para evitar molestias y porque al día siguiente había que trabajar.

Lucy, esposa de Nelson, se sorprendió al verlos llegar en bola, en plena chorcha y cargados con bolsas con bebidas y comida, pero, fiel a su personalidad, amablemente los recibió sin rechistar y enseguida puso la mesa para la inesperada reunión de amigos de su marido. 

Mientras los adultos comían, bebían y escuchaban música en la sala, los tres hijos de la pareja anfitriona, que tenían nueve, cuatro y tres años, se entretenían viendo la televisión en su recámara. Los invitados ignoraban que Nelson y Lucy estaban temporalmente separados, y que el hombre vivía con sus padres en tanto se reconciliaba con su mujer. Habían tenido diferencias como cualquier pareja, pero ambos tuvieron la prudencia necesaria para evitar discusiones y ofensas y se dieron un espacio. Nelson veía a los niños los fines de semana, seguía sufragando los gastos, pero no dormía en casa.

Transcurrió la velada y, al calor del alcohol, Nelson hizo pública su situación conyugal. Todos los amigos se involucraron en el tema y de inmediato emitieron su opinión, en uno u otro sentido. Menos uno. Dany, el más joven de todos, quien si bien escuchaba los lamentos de su amigo, no quitaba la mirada sobre la esposa, quien permanecía callada escuchando a los achispados compañeros de su marido. Lucy era una mujer bonita, de menos de treinta años. Cualquiera en su sano juicio se habría dado cuenta que al joven le gustaba la dueña de la casa, pero como estaban todos borrachos, nadie reparo en ello. Sólo Lucy, quien al ver la forma como la miraba el sujeto, les pidió que ya se retiraran, pues ella y los niños tenían que descansar. 

Atendiendo la sugerencia de su joven esposa, Nelson, con la mirada, invitó a todos a levantarse. Así lo hicieron. Se despidieron y se retiraron. El último en salir fue el esposo, quien le agradeció a Lucy su paciencia con sus compañeros y también se retiró.

La joven acostó a los niños y se puso a limpiar la cocina y a recoger el tiradero que dejaron los beodos. Al recordar la mirada del atrevido sujeto, un escalofrío le recorrió la espina dorsal, y deseó no volver a verlo jamás. Pensó en decirle tres o cuatro verdades al esposo el día que lo viera. “Qué ocurrencias de llevar borrachos a su casa sin avisarle”, pensó, molesta, la muchacha. Terminó sus quehaceres y se retiró a su cuarto. El sueño producto del cansancio la venció sin descalzarse ni desvestirse.

Todos dormían cuando se escuchó un fuerte golpe en el patio. Los niños despertaron y, espantados, corrieron al cuarto de su madre. Lucy se precipitó a asegurar puertas y ventanas. Al parecer alguien se brincó la barda y habría caído pesadamente en el patio. Encendió la lámpara del patio y vio a Dany, el amigo del esposo, agazapado en un rincón.

Los niños también vieron al hombre y, espantados, se pusieron a llorar. Lucy fue hacia el teléfono para llamar a la policía, pero el aparato estaba muerto; de seguro el intruso había cortado el cable. Resguardó a los niños en su recámara, y les indicó que, oyeran lo que oyeran, por ningún motivo salieran de allí. Apagó todas las luces de la casa y puso a hervir agua, con la intención de arrojársela a la cara en caso de que el tipo entrara a la casa. Decidida a defender su honor tomó el cuchillo más filoso que encontró y aseguró la puerta de entrada con una silla.

El tipo, al otro lado de la puerta, dijo amenazante:

-Señora, ábrame por las buenas. Porque por las malas pueden salir lastimados sus chamacos. ¡Piénselo!

Lucy no respondió. Se mantuvo atenta con la mirada fija en el recipiente donde hervía el agua. Rogaba a Dios para que el hombre no entrara. Un cristalazo la sacó de sus pensamientos. El joven había roto el vidrio de una ventana y forcejeaba con el pestillo. La mujer se armó de valor. Fue hacia allá y le enterró el cuchillo en la mano en repetidas ocasiones. Dany logró abrir la ventana y entró. Lucy corrió a la cocina, tomó la cacerola de la estufa y se le arrojó el agua hirviente a la cara. El hombre sintió el ardor. Sus aullidos resonaron en el silencio de la noche. La imagen era horrible, quemado y sangrando, con los pedazos de piel quemada colgándole por el rostro. Pero ebrio y enardecido por el innoble deseo por la muchacha, la perseguía por toda la casa.

Los niños, desobedeciendo la orden de su madre, salieron de la recámara al escuchar la gritería. Encendieron la luz y al ver la terrorífica escena corrieron hacia su mamá. Pero el intruso fue más rápido y de un zarpazo se apoderó del niño más pequeño, quien imploraba la ayuda de su madre. El hijo mayor vio el cuchillo que había quedado en el suelo y corrió a tomarlo. Se lo entregó a Lucy, quien sin dudarlo un instante, lo clavó repetidas veces sobre el cuerpo del verdugo. Este resistía, al tiempo que forcejeaba con el chiquillo, que intentaba zafarse de sus garras. Por fin un golpe certero con el cuchillo le atravesó la garganta y lo dejó sin vida.

Lucy tomó a sus hijos de la mano y juntos salieron huyendo de la casa. En el camino el pequeño se desvaneció. Los vecinos que habían escuchado el alboroto ya habían llamado a la policía y a la ambulancia. Los paramédicos atendieron al infante desvanecido, lo revisaron y encontraron que tenía una herida mortal en uno de sus pulmones. Entre la desesperación, los gritos y los forcejeos, Lucy había acuchillado la espalda de su propio hijo. En su intento por salvarlo lo había herido de muerte.

Roxana Martínez Huerta
Tomado de El Horror de La Gaceta de Chicoloapan

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