viernes, 2 de diciembre de 2016

Relatos desde Regina III



Sagrario

Entre todas las lavanderas del barrio Sagrario se distinguía por ser limpia y esforzada.Nadie entregaba las camisas tan blancas y mejor planchadas que ella. Trabajaba de sol a sol para que a sus hijos no les faltara nada.

Cuando su marido abandonó el hogar y se fue a buscar fortuna a los Estados Unidos, Sagrario dejó pasar un tiempo razonable en espera de recibir el dinero que le enviaría para la manutención de la familia. Pero los meses pasaron sin recibir ni dinero ni noticias del “mojado”. Entonces se dispuso a hacer lo único que había aprendido en su pobre existencia: asear casas, cocinar, lavar y planchar.

Los insidiosos vecinos, como sucede siempre en estos casos, le decían que su marido nunca regresaría, por lo que, siendo ella tan joven y tan guapa, le aconsejaban que se buscara otro hombre y que se volviera a casar. Pero Sagrario no quería saber nada de parejas ni de ninguna relación. Y no porque quisiera mucho a Isidro, que así se llamaba el marido, sino porque había quedado harta de hombre. 

-Líbreme Dios de volver a los malos tratos. Isidro me ponía mis buenas golpizas, sin motivo ni razón. Así solitos, mis hijos y yo, la vamos pasando bien –aseguraba la mujer y argumentaba-. Además, estamos casados por la iglesia. Aunque Isidro nunca regrese, mi obligación es guardarle respeto, pues el padre de mis criaturas. No quiero que nadie me juzgue como mala madre y, menos, darles un padrastro, que quién sabe cómo me los trate. 

Los años pasaron. Los hijos de Sagrario crecieron. Unos se casaron, otros se murieron. Al final todos se fueron y la olvidaron. Fue entonces cuando empezó a sentir la soledad, deambulaba y hablaba sola entre los muros de su oscura casucha. 

Sus conocidas acostumbraban ir a bailar a los salones del rumbo en sus días de descanso. Una tarde la invitaron, le dijeron que se arreglara y que las acompañara. Sagrario aceptó esa invitación y las que siguieron después, pues se sintió tomada en cuenta y nuevamente acompañada. El ambiente le encantó, al grado que encontró en el baile el refugio a su vida solitaria.  Fue tanto el gusto, que se le volvió costumbre, casi vicio. Acudía a todos los salones y bailaba hasta quedar exhausta.

Fue en uno de esos salones donde hizo amistad con Perla, una muchacha más joven que ella, muy alegre y muy buena, pero con un terrible defecto: era alcohólica. Se hicieron muy buenas amigas y de alguna forma confidentes. Perla era muy reservada, a nadie le contaba acerca de su vida. Nadie sabía por qué siendo tan joven tenía ese vicio tan arraigado. 

Pero si al principio el vicio de Perla fue gracia entre sus compañeras, con el tiempo se convirtió en grosería y vergüenza para sus conocidos, por los escándalos que protagonizaba cuando estaba ebria, que era casi siempre. Terminaron por sacarla de su círculo de amigas. Sólo Sagrario permaneció a su lado, pues era su única amiga. La acompañó y le siguió el paso en sus continuas parrandas y acabó bebiendo alcohol al parejo de su joven compañera. 

La forma de vida de Sagrario cambió. Si antes era la primera en cumplir con su trabajo, ahora entregaba la ropa a destiempo; cuando podía, cuando no estaba ebria o cruda. Se volvió descuidada, sucia e irresponsable. En pocas palabras, se volvió alcohólica. Una fría madrugada en medio de la calle, vio morir a su amiga Perla a consecuencia de una congestión alcohólica. Volvió a quedar sola, aunque ahora tenía un refugio: el alcohol. Tomaba a diario.

Nadie le volvió a dar trabajo. La desalojaron de su humilde vivienda por no pagar la renta. Terminó prostituyéndose por cerveza, cigarros y tequila. Dormía donde podía o donde el trago la derrumbaba. La adicción al alcohol cobró su precio: se hinchó de forma grotesca. La cara se le abotagó y sus bellas piernas, de las que presumía en su juventud, se le llenaron de varices ulceradas y punto de reventar. La gente se refería a ella como Sagrario La Teporocha

Un día se juntó con un grupo de indigentes que pernoctaban en un local abandonado, que alguna vez fue panadería. Allí dormían, hacían sus necesidades, comían e inhalaban sustancias. Todo a la vista de la gente que por necesidad tenía que pasar frente a ese lugar nauseabundo.

Una fría mañana invernal un grupo de curiosos se arremolinó fuera del pestilente sitio de teporochos, preguntando que sucedía.

-Están levantando el cuerpo de Sagrario La Teporocha –Dijo una voz.

-¡Qué asco! Habían de prenderle fuego junto con todos sus compinches, para que se acabe este foco de infección. -Terció alguien más.

Roxana Martínez Huerta 
Tomada de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

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