sábado, 26 de noviembre de 2016

Relatos desde Regina II


Lucha
En el barrio todos conocíamos a Lucha y su atípica relación con su amasio, un turco propietario de una cafetería ubicada en el pasaje de Regina y Mesones, en el centro de la ciudad de México. Habían procreado siete hijos que iban desde el que estaba a punto de titularse como contador público hasta el de seis años, que iniciaba la primaria.
El turco, seductor y atractivo, se caracterizaba por ser un irresponsable con la manutención de su mujer y de sus hijos. Con el pretexto de que su religión, familia, raza y costumbres le impedían casarse con Lucha, porque era mexicana, católica y pobre, continuaba, a sus cuarenta años, con su vida de soltero y de hijo de familia, y de esa manera embarazar a Lucha en siete ocasiones.
Contrario a lo que se pudiera suponer, la mujer aceptaba la situación sin ningún reproche y se contentaba con las esporádicas visitas del turco, quien era bienvenido a casa y respetado por los hijos que lo trataban a cuerpo de rey. Pero pasados los momentos de amor, Lucha regresaba a su precaria realidad y a las urgentes y cotidianas necesidades de sus hijos. Entonces la mujer se multiplicaba y hacía  de todo para sobrevivir: vendía productos de belleza por catálogo, elaboraba y entregaba gelatinas en las tiendas, hacía limpieza en las casas, lavaba y planchaba ajeno, pero aún así no le alcanzaba el dinero para mantener tantas bocas.
La desgracia le cayó encima el día que su hijo más pequeño se enfermó de gravedad. Lo primero que hizo fue llevarlo al dispensario para pobres donde un médico pasante lo atendió, le recetó algunos medicamentos y la regresó a su casa. Pero lejos de mejorar, en la madrugada, como siempre sucede con las enfermedades, el niño empeoró. Desesperada envolvió como pudo al hijo, lo tomó en brazos y salió a la calle a conseguir dinero prestado para llevarlo a un doctor particular, pero nadie pudo ni quiso ayudarla En la oscuridad de la noche, abatida y creyendo que su hijo moriría por culpa de su pobreza, Lucha se derrumbó sobre una banqueta y se puso a llorar. Así estuvo un buen rato hasta que un hombre ebrio la abordó, confundiéndola con una mujer de la vida galante. Lucha vislumbró una oportunidad de salvar a su hijo. Aceptó la invitación y, con todo y el crío ardiendo en fiebre, se fue con el desconocido al hotel de la esquina. Así se inició en el viejo e infame oficio, de vender su cuerpo para mantener a su familia.
A partir de entonces, los vecinos del edificio la veían salir a las nueve de la noche en punto impecablemente maquillada, perfumada y limpia. Todos decían que Lucha había conseguido un trabajo de afanadora nocturna en un hospital, y de alguna forma era admirada y reconocida en el vecindario.
Pero nunca falta un pelo en la sopa, ni una serpiente en el Edén. Cierta noche un amigo de sus hijos la vio trabajando y corrió a contarlo a todo el mundo. Los hijos, enfurecidos, confrontaron a Lucha con gritos y majaderías y acordaron echarla de su propia casa “pues no podían compartir el mismo techo con una mujer pública, que los había llenado de vergüenza y deshonra”. Pero lo que más les preocupaba era lo que pensarían el padre y su familia y el barrio entero.
Por su parte, decepcionada de su malagradecida familia, Lucha se fue a vivir lejos del rumbo, y rentó a un cuarto de azotea. Al principio sintió que iba a extrañar a la bola de zánganos mantenidos, pero con el paso de los días, ya sin la pesada obligación de alimentar ni ser la sirvienta de siete haraganes, egoístas e ingratos, se sintió aliviada. Ahora lo que ganaba era para ella sola. Atrás habían quedado los pleitos y disputas entre los hijos. Disfrutaba tanto de su nueva situación y del silencio de su humilde cuarto, que a veces le remordía la conciencia sentirse tan bien.
Pero su tranquilidad duró muy poco. Al quedar sin dinero, orden ni limpieza, sus hijos se olvidaron de la vergüenza y el miedo al qué dirán, y fueron en busca de su madre. Le pidieron y le rogaron que volviera a su casa “estaban dispuestos a perdonarle todo con tal de que regresara”. Lucha los escuchó con calma y les prometió regresar al día siguiente.
Pero no regresó al otro, ni ningún otro día. Había comprendido la ingratitud y el egoísmo de su familia y el desinterés del padre por sus hijos. Se consoló pensando que ella nunca los dejó morir de hambre. Los había criado sanos y fuertes. Tomó sus pocas pertenencias y se perdió en el anonimato y en la inmensidad de la ciudad. Nadie supo nunca más de Lucha, la de Regina 63.

Roxana Martínez Huerta
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

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