jueves, 17 de noviembre de 2016

Relatos desde Regina


Carmela 

Luego de una tarde de compras apresuradas y de bregar con el caos del transporte citadino llegué a la estación Candelaria del metro. Al principio no reconocí el lugar, hacía muchos años que no iba por allí; pero al fijarme un poco más en sus alrededores, los recuerdos se dispararon como un ramalazo inesperado del pasado. Regresaron a mi mente imágenes remotas, reminiscencias escondidas en lo más profundo de mi cerebro. A mi memoria fueron y vinieron flashazos de un suceso terrible que atestigüé en mi más tierna infancia.

 Ocurrió en la década de los años 60. En ese entonces dos trabajadoras domésticas ayudaban en los quehaceres de mi casa. La más joven se llamaba Agustina; muy hosca y mal encarada, pero era una verdadera bestia de carga para el trabajo, atendía la cocina y hacía los deberes más pesados. La otra mujer se llamaba Carmela; era la mayor, tenía como treinta años, muy delgada, eficiente y, sobre todo, responsable. En ausencia de mi madre, ella daba las órdenes, a ella se le consultaba todo.

Mi familia la integraban mis padres y tres hijos. Como yo era la más pequeña y la única niña, era la consentida de Carmela. Me trataba como a una hija. Me dormía todas las noches después de abrazarme y besarme docenas de veces. Y era correspondida, pues yo la quería igual. Como aún no entraba a la escuela, siempre estábamos juntas. Cuando salía a cualquier parte, yo la acompañaba, motivo por el cual mi papá reñía con mi madre, pues la tachaba de confiada por permitirle sacarme de la casa. Decía que no se podía confiar en esa gente. Pero mi mamá no tenía corazón para negarse. O yo me quedaba llorando o Carmela se iba muy triste.

Hasta para ir a ver al novio me llevaba. El sujeto era un raterillo de mala muerte, un vicioso que la sedujo completamente. Carmela era buena e inocente, venía de un pueblito del Estado de Puebla y se sentía muy sola; y fue presa fácil de aquél ser abominable. La ilusa creía que al casarse con ella lo cambiaría. Mi mamá se cansaba de aconsejarla pero era inútil. Como vivíamos en el centro de la Ciudad de México en lugar de ir de compras a cualquier mercado, Carmela iba hasta el Mercado de la Merced, lo que le permitía ver al novio aunque sólo fuera un rato, pues el gañán vivía en La Candelaria de los Patos. Así que, además de verse los domingos, tres veces por semana acudíamos a la Merced. Comprábamos rápido los víveres y salíamos corriendo para encontrarnos con el tipo.

La Candelaria de los años sesenta era una ciudad pérdida con casuchas de cartón y madera mal alineadas, que habían sido levantadas por sus moradores como Dios les dio a entender. Era un lugar sucio, con mujeres y niños feos en todos los aspectos; hombres de instintos bajos, borrachos y asesinos. Algunos no tenían dedos o manos, a otros les faltaban las piernas. Si existe el infierno, esa debió de haber sido una sucursal. Era la pobreza y la suciedad más extrema que recuerde haber visto. Yo me pegaba a Carmela lo más que podía al entrar allí, cuando los desarrapados se me acercaban para tocar los blancos holanes de mi vestidito. Ella me apretaba la mano muy fuerte y decía que no tardaríamos mucho. De regreso a casa me hacía prometerle que no diría nada a mis padres; yo obedecía para evitar que la regañaran.

Recuerdo que en una de esas visitas rápidas al novio, vi a varios hombres sentados alrededor de una mesa sobre la cual tenían unos paliacates extendidos y reían a carcajadas. El hombre de Carmela era el líder del grupo. Cuando nos acercamos, uno de los sujetos le lanzó a Carmela un objeto que fue a dar a sus pies. Ambas lo vimos: era un dedo ensangrentado que aún conservaba puesto un anillo de oro. Carmela, aterrada, me tomó entres sus brazos y salió corriendo del lugar. El novio nos alcanzó y, riéndose, le dijo que no tuviera miedo, que había sido sólo una broma. Pa’ qué enojarse. La culpa era del sonso de su compinche, a quien se le hizo más fácil cortarle el dedo a su víctima que sacarle el anillo. Hubo una carcajada general de todos los facinerosos. Luego el hombre, al ver el espanto en mi cara, le dijo a Carmela que pa' la otra no viniera acompañada.

Después de ese día dejamos de ir a La Candelaria de Los Patos. Hasta que una tarde cuando mis padres estaban fuera y mis hermanos en la escuela, Agustina entró corriendo para avisar a Carmela que un amigo de su novio la buscaba en la puerta, pues la policía tenía cercados al sujeto y a su banda. Para no dejarme sola Carmela me tomó de la mano y juntas las tres mujeres abordamos un taxi para llegar más rápido. Cuando llegamos vimos que había muchas patrullas y mirones alrededor de las casuchas. Carmela se dirigió al comandante y se presentó como la mujer del cabecilla de la banda. El oficial le ordenó que se alejara, pues si los maleantes no salían en cinco minutos la policía los sacaría a balazos. Vivos o muertos, pero los sacarían antes del anochecer.

Carmela insistió y se ofreció como negociadora. Le dijo que ella entraría a convencer a su hombre de que se entregara por las buenas. Le suplicó de tal manera que el comandante accedió. A mí me encargó con Agustina. Ambas temblábamos de miedo mientras veíamos a la acongojada mujer ingresar a ese lugar de mala muerte. Pasaron algunos minutos, que a mí se me hicieron eternos, hasta que reapareció en compañía del rufián. Este la traía como escudo con un filoso cuchillo en su cuello, amenazando con matarla si impedían su huída. Mientras la policía intentaba negociar con el sujeto Carmela me buscó con la mirada. Al ver mi carita llena de angustia intentó zafarse. Este rápido forcejeó lo aprovechó uno de los policías para disparar al novio hiriéndolo en una pierna. Pero antes de que alguien pudiera detenerlo, el hombre degolló de un tajo a Carmela. Los policías abrieron fuego pero ya era demasiado tarde.

Ese lugar es ahora una estación del metro, un moderno eje vial y el recinto de la Cámara de Diputados. Nada que ver con aquella ciudad perdida que fue desaparecida en los años 70, con bulldozers, escudos y toletes de granaderos, que arrasaron barracas y masacraron a quienes se atrevieron a impedir su entrada, extirpando un cáncer que por muchos años le dio fama a la Candelaria de los Patos. De la misma forma, con el paso de los años Carmela y esa tarde espantosa quedaron escondidas en lo más profundo de mi inconsciente, hasta esta tarde de compras apresuradas, casi cuarenta años después, cuando regresaron como uno de los momentos más dolorosos de mi vida.

Roxana Martínez Huerta

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan 

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