Sucedió en Talpa
Roxana Martínez Huerta
Hace dos años fuimos con la
familia a pagar una manda, a la iglesia de la Virgen del Rosario, que está en
Talpa, Jalisco. Me acuerdo bien que fue en marzo, pues en ese mes se celebraba
allá la fiesta en honor de San José.
El
regreso los hicimos de noche. El sueño y el cansancio vencieron a la mayoría de
los pasajeros, y pronto el vehículo se quedó en silencio. Yo venía sentado
cerca del chofer, quien apagó el radio, y me preguntó.
-¿Usted
no tiene sueño, joven?
-No.
Se me espantó, y eso que no he dormido en 48 horas le contesté.
-Pues,
entonces platíqueme algo, si no me duermo, dijo sonriendo.
-No
me espante. No quiero morir tan joven. -Dije bromeando, acomodándome a gusto en
el asiento.
El
chofer, como buen michoacano, platicaba muy ‘sabrosón’. Supe que era de
Apatzingán, que estaba recién casado, y que hacía tiempo que había entrado al
oficio y otras cosas que no recuerdo.
Cuando
pasamos el poblado de Atenguillo, el chofer tomó un camino de terracería; según
él, para ganar tiempo. Así transcurrió un buen rato. De repente entramos en una
inesperada y espesa niebla. No se veía el camino, y comenzó a bajar la
temperatura de forma exagerada. Pasaron como veinte minutos, cuando el
conductor frenó bruscamente. Los pasajeros se despertaron inquietos,
preguntando que ocurría, por qué nos habíamos detenido. Todos teníamos miedo,
incluidos el chofer y yo, quienes, por cierto, éramos los únicos hombres
jóvenes a bordo.
Afuera
sólo había silencio y oscuridad, se sentía una vibra rara, que hacía que nadie
abriera las ventanillas por miedo a “algo desconocido”. Dentro del autobús el
nerviosismo y la incertidumbre se apoderaron de los pasajeros; las mujeres y
los niños empezaron a rezar y a llorar. Los ojos del chofer lo decían todo: había
perdido el camino.
No
sé si pasó poco o mucho tiempo, pero a mí se me hizo eterno. Luego oímos
murmullos de voces y vimos unas luces. El autobús, con el motor apagado,
comenzó a retroceder. Algo lo empujaba desde fuera. Cuando se detuvo, bajamos
con el chofer a investigar. Las voces eran de unos peregrinos que llevaban unas
lámparas y entonaban cantos religiosos. Todos iban vestidos de blanco y se
alejaron sin decir nada.
La
neblina se disipó tan abruptamente como había llegado, y en ese momento, por
las huellas de los neumáticos, nos dimos cuenta que el conductor había frenado
al ras del camino, sobre un precipicio. Un movimiento más nos hubiera mandado
al fondo de la barranca. Impresionados abordamos el autobús y recorrimos el
resto del camino preguntándonos qué es lo que había pasado. Unos decían que las
ánimas del purgatorio nos salvaron la vida; otros, que eran ángeles; el chofer,
que era obra de la Virgen de Talpa.
Yo
nunca entendí lo que pasó. Pero si no fue milagro, entonces ¿cuál es la
explicación?
Tomado del Horror de La Gaceta de Chicoloapan
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