miércoles, 18 de octubre de 2017

Relatos desde Regina

Sucedió en Talpa

Roxana Martínez Huerta

Hace dos años fuimos con la familia a pagar una manda, a la iglesia de la Virgen del Rosario, que está en Talpa, Jalisco. Me acuerdo bien que fue en marzo, pues en ese mes se celebraba allá la fiesta en honor de San José.
El regreso los hicimos de noche. El sueño y el cansancio vencieron a la mayoría de los pasajeros, y pronto el vehículo se quedó en silencio. Yo venía sentado cerca del chofer, quien apagó el radio, y me preguntó.
-¿Usted no tiene sueño, joven?
-No. Se me espantó, y eso que no he dormido en 48 horas  le contesté.
-Pues, entonces platíqueme algo, si no me duermo,  dijo sonriendo.
-No me espante. No quiero morir tan joven. -Dije bromeando, acomodándome a gusto en el asiento.
El chofer, como buen michoacano, platicaba muy ‘sabrosón’. Supe que era de Apatzingán, que estaba recién casado, y que hacía tiempo que había entrado al oficio y otras cosas que no recuerdo. 
Cuando pasamos el poblado de Atenguillo, el chofer tomó un camino de terracería; según él, para ganar tiempo. Así transcurrió un buen rato. De repente entramos en una inesperada y espesa niebla. No se veía el camino, y comenzó a bajar la temperatura de forma exagerada. Pasaron como veinte minutos, cuando el conductor frenó bruscamente. Los pasajeros se despertaron inquietos, preguntando que ocurría, por qué nos habíamos detenido. Todos teníamos miedo, incluidos el chofer y yo, quienes, por cierto, éramos los únicos hombres jóvenes a bordo.
Afuera sólo había silencio y oscuridad, se sentía una vibra rara, que hacía que nadie abriera las ventanillas por miedo a “algo desconocido”. Dentro del autobús el nerviosismo y la incertidumbre se apoderaron de los pasajeros; las mujeres y los niños empezaron a rezar y a llorar. Los ojos del chofer lo decían todo: había perdido el camino.
No sé si pasó poco o mucho tiempo, pero a mí se me hizo eterno. Luego oímos murmullos de voces y vimos unas luces. El autobús, con el motor apagado, comenzó a retroceder. Algo lo empujaba desde fuera. Cuando se detuvo, bajamos con el chofer a investigar. Las voces eran de unos peregrinos que llevaban unas lámparas y entonaban cantos religiosos. Todos iban vestidos de blanco y se alejaron sin decir nada.
La neblina se disipó tan abruptamente como había llegado, y en ese momento, por las huellas de los neumáticos, nos dimos cuenta que el conductor había frenado al ras del camino, sobre un precipicio. Un movimiento más nos hubiera mandado al fondo de la barranca. Impresionados abordamos el autobús y recorrimos el resto del camino preguntándonos qué es lo que había pasado. Unos decían que las ánimas del purgatorio nos salvaron la vida; otros, que eran ángeles; el chofer, que era obra de la Virgen de Talpa.
Yo nunca entendí lo que pasó. Pero si no fue milagro, entonces ¿cuál es la explicación?
Tomado del Horror de La Gaceta de Chicoloapan

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