Lucha
En el barrio
todos conocíamos a Lucha y su atípica relación con su amasio, un turco propietario
de una cafetería ubicada en el pasaje de Regina y Mesones, en el centro de la
ciudad de México. Habían procreado siete hijos que iban desde el que estaba a
punto de titularse como contador público hasta el de seis años, que iniciaba la
primaria.
El turco, seductor
y atractivo, se caracterizaba por ser un irresponsable con la manutención de su
mujer y de sus hijos. Con el pretexto de que su religión, familia, raza y
costumbres le impedían casarse con Lucha, porque era mexicana, católica y pobre,
continuaba, a sus cuarenta años, con su vida de soltero y de hijo de familia, y
de esa manera embarazar a Lucha en siete ocasiones.
Contrario a lo
que se pudiera suponer, la mujer aceptaba la situación sin ningún reproche y se
contentaba con las esporádicas visitas del turco, quien era bienvenido a casa y
respetado por los hijos que lo trataban a cuerpo de rey. Pero pasados los
momentos de amor, Lucha regresaba a su precaria realidad y a las urgentes y
cotidianas necesidades de sus hijos. Entonces la mujer se multiplicaba y hacía de todo para sobrevivir: vendía productos de
belleza por catálogo, elaboraba y entregaba gelatinas en las tiendas, hacía
limpieza en las casas, lavaba y planchaba ajeno, pero aún así no le alcanzaba
el dinero para mantener tantas bocas.
La desgracia le
cayó encima el día que su hijo más pequeño se enfermó de gravedad. Lo primero
que hizo fue llevarlo al dispensario para pobres donde un médico pasante lo
atendió, le recetó algunos medicamentos y la regresó a su casa. Pero lejos de
mejorar, en la madrugada, como siempre sucede con las enfermedades, el niño
empeoró. Desesperada envolvió como pudo al hijo, lo tomó en brazos y salió a la
calle a conseguir dinero prestado para llevarlo a un doctor particular, pero
nadie pudo ni quiso ayudarla En la oscuridad de la noche, abatida y creyendo
que su hijo moriría por culpa de su pobreza, Lucha se derrumbó sobre una
banqueta y se puso a llorar. Así estuvo un buen rato hasta que un hombre ebrio
la abordó, confundiéndola con una mujer de la vida galante. Lucha vislumbró una
oportunidad de salvar a su hijo. Aceptó la invitación y, con todo y el crío ardiendo
en fiebre, se fue con el desconocido al hotel de la esquina. Así se inició en
el viejo e infame oficio, de vender su cuerpo para mantener a su familia.
A partir de
entonces, los vecinos del edificio la veían salir a las nueve de la noche en
punto impecablemente maquillada, perfumada y limpia. Todos decían que Lucha
había conseguido un trabajo de afanadora nocturna en un hospital, y de alguna
forma era admirada y reconocida en el vecindario.
Pero nunca falta
un pelo en la sopa, ni una serpiente en el Edén. Cierta noche
un amigo de sus hijos la vio trabajando
y corrió a contarlo a todo el mundo. Los hijos, enfurecidos, confrontaron a
Lucha con gritos y majaderías y acordaron echarla de su propia casa “pues no podían compartir el mismo techo con
una mujer pública, que los había llenado de vergüenza y deshonra”. Pero lo que
más les preocupaba era lo que pensarían el padre y su familia y el barrio
entero.
Por su parte, decepcionada
de su malagradecida familia, Lucha se fue a vivir lejos del rumbo, y rentó a un
cuarto de azotea. Al principio sintió que iba a extrañar a la bola de zánganos
mantenidos, pero con el paso de los días, ya sin la pesada obligación de
alimentar ni ser la sirvienta de siete haraganes, egoístas e ingratos, se
sintió aliviada. Ahora lo que ganaba era para ella sola. Atrás habían quedado
los pleitos y disputas entre los hijos. Disfrutaba tanto de su nueva situación y
del silencio de su humilde cuarto, que a veces le remordía la conciencia
sentirse tan bien.
Pero su
tranquilidad duró muy poco. Al quedar sin dinero, orden ni limpieza, sus hijos se
olvidaron de la vergüenza y el miedo al qué dirán, y fueron en busca de
su madre. Le pidieron y le rogaron que volviera a su casa “estaban dispuestos a perdonarle todo con tal de que regresara”.
Lucha los escuchó con calma y les prometió regresar al día siguiente.
Pero no regresó al
otro, ni ningún otro día. Había comprendido la ingratitud y el egoísmo de su
familia y el desinterés del padre por sus hijos. Se consoló pensando que ella
nunca los dejó morir de hambre. Los había criado sanos y fuertes. Tomó sus
pocas pertenencias y se perdió en el anonimato y en la inmensidad de la ciudad.
Nadie supo nunca más de Lucha, la de Regina 63.Roxana Martínez Huerta
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan