Silvia
Por Roxana Martínez Huertaq
Don Tito, hombre viejo y de
andar cansino, era elevadorista en un edificio en las calles de Venustiano
Carranza, en el centro de la ciudad. Era el sostén de una familia que había
formado ya en la madurez, pues desde joven se hizo cargo de sus padres, y hasta
que ellos murieron, se sintió en libertad de formar su propia estirpe. Buscó
una mujer joven con quien tuvo cinco hijos. De todos ellos, la luz de sus ojos,
era Silvia, la única mujer y la más pequeña. Los grandes trabajaban, unos de
obreros, otros de empleados, con sueldos bajos y sin futuro, cosa que no quería
para Silvia. Su mujer ni siquiera había ido a la escuela; la pobreza y la prole
la habían convertido en una mujer amargada y resentida con todos; en especial
con la hija, pues se sentió desplazada, desde que la niña nació.
En
cambio, en los despachos donde trabajaba, Tito veía a las empleadas: guapas,
perfumadas y bien vestidas. Así que se propuso pagarle a la chiquilla, con
grandes sacrificios, una carrera comercial que le garantizara un mejor futuro.
La inscribió en una escuela para secretarias.
Silvia
era una estudiante regular. Pero a pesar de que tenía muchas ganas de aprender,
se le dificultaban las matemáticas, la contabilidad y otras materias. Si bien
la estatura alta le ayudaba, también era sosa y desgarbada. Tenía unas manos
torpes y regordetas. Daba más el tipo de empleada doméstica que de secretaria.
Pero para su viejo padre era la joven más hermosa del mundo y, como sucede con
la mayoría de los padres, ciegos por el amor, presumía la inteligencia y gracia
de la muchacha.
Cuando
salía de la academia comercial la joven pasaba por su padre, hacía los
recados de algún empleado, ganándose alguna propina, repasaba sus lecciones y,
ya en la noche, volvían juntos a casa para, al día siguiente, repetir siempre
su rutina. Don tito ansiaba el momento de su retiro. Algún dinerito le darían,
pensaba para sí, y si no, ya le faltaba poco a su hija para ayudar con los
gastos de la casa. Tenía puestas todas sus esperanzas en ella.
Una
mañana el director del plantel donde estudiaba Silvia, entró con la cara
descompuesta, pidiendo a la muchacha que lo acompañara a la Dirección. La joven
tomó sus cosas y, en medio del cuchicheo de las compañeras, salió
precipitadamente.
Pasaron
los días y Silvia no regresaba a la academia. Su ausencia provocó intriga Al
paso de los días la ausencia de Silvia causaba intriga y curiosidad entre las
alumnas, quienes preguntaron a los profesores, qué había pasado con ella; si la
habían expulsado o estaba enferma y si volvería a la escuela. Todos los maestros
guardaban silencio, aconsejando que no fueran curiosas, y las arengaban para
que mejor se pusieran a estudiar; todos, menos una, la maestra de taquigrafía
quien, bajando la voz y poniéndose muy seria, dijo que ella sabía la razón de
la ausencia de Silvia y que se los contaría, siempre y cuando no llegara a
oídos del director, quien había prohibido, tajantemente, que se hablara del
asunto. Las chicas le juraron a la maestra que no dirían nada fuera del aula,
pues querían saber qué ocultaban los adultos con tanto misterio.
-Al
papá de su compañera le dio un infarto fulminante y murió el día que vino a
buscarla el profesor Quirarte -contó la maestra en un susurro.
Las
muchachas se asombraron y entristecieron por su compañera. La chica quería
mucho a su papá y siempre hablaba con cariño de él. Pero para nadie era un
secreto que, para ser papá de una adolescente, el señor ya era muy grande.
Algunas pensaban que más bien era su abuelo.
Por
fin un día Silvia regresó a la academia, pero para despedirse de sus amigas y
de los maestros. La muchacha estaba irreconocible, pálida, triste y con la
mirada asustada; parecía un cachorro cuando lo separan de sus padres. Les dijo
que ya no podía seguir estudiando, ahora tenía que trabajar para ayudar a su
madre. Con tristeza la despidieron y Silvia se retiró
Cierta
tarde, cuando salí de clases, pasé por el edificio donde había trabajado el
padre de Silvia, y me sorprendí de verla. Vestía una bata de afanadora y se
encontraba trapeando el vestíbulo del edificio. Quise pasar rápido para que no
me viera y no avergonzarla. Pero era tarde, la muchacha ya me había visto, y me
invitó a entrar con una sonrisa triste, al tiempo que me decía:
-Como
no quisieron darnos indemnización por la muerte de mi papá, esto es lo único
que me ofrecieron; y desgraciadamente lo tuve que aceptar. Ya sabes, el dueño
es abogado al igual que todos los inquilinos, teníamos todas las de perder mi
familia y yo. Así que aquí me tienes, haciendo lo único que no quería mi padre,
verme de criada. ¡Ay, amiga, si él me viera! Tanto sacrificio para nada -dijo
con los ojos al borde del llanto.
-Pero
explícales que ya te faltaba muy poco para terminar la carrera. De pérdida que
te den un trabajo de mecanógrafa, de archivista, no sé; o quizá en otro lado
-dije indignada.
-Ya
lo intenté y corrí con mala suerte. En ningún lado quieren a una muchacha fea y
tosca como yo. Y más vale viejo conocido que nuevo por conocer. Ni siquiera me
dieron el puesto de elevadorista, aunque sabían que cuando mi padre no estaba,
yo lo manejaba. Según el patrón, tiene que ser un hombre -dijo Silvia,
suspirando resignada.
Me
despedí de la muchacha y camino de regreso a casa, recordé lo que la maestra de
mecanografía le dijo a Silvia, un día que la desesperó en clases.
-¡Cómo
quieres ser secretaria si tienes manos de tortillera! ¡Chamaca, equivocaste el
oficio!
Esa
vez, todas reímos de buena gana, jamás imaginé que con el paso de los años
resultaría cierta aquella humillación de la profesora.Tomado de la Sección Mujer de la Gaceta de Chicoloapan
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