lunes, 12 de junio de 2017

Relatos desde Regina

Silvia


Por Roxana Martínez Huertaq
Don Tito, hombre viejo y de andar cansino, era elevadorista en un edificio en las calles de Venustiano Carranza, en el centro de la ciudad. Era el sostén de una familia que había formado ya en la madurez, pues desde joven se hizo cargo de sus padres, y hasta que ellos murieron, se sintió en libertad de formar su propia estirpe. Buscó una mujer joven con quien tuvo cinco hijos. De todos ellos, la luz de sus ojos, era Silvia, la única mujer y la más pequeña. Los grandes trabajaban, unos de obreros, otros de empleados, con sueldos bajos y sin futuro, cosa que no quería para Silvia. Su mujer ni siquiera había ido a la escuela; la pobreza y la prole la habían convertido en una mujer amargada y resentida con todos; en especial con la hija, pues se sentió desplazada, desde que la niña nació.
En cambio, en los despachos donde trabajaba, Tito veía a las empleadas: guapas, perfumadas y bien vestidas. Así que se propuso pagarle a la chiquilla, con grandes sacrificios, una carrera comercial que le garantizara un mejor futuro. La inscribió en una escuela para secretarias.
Silvia era una estudiante regular. Pero a pesar de que tenía muchas ganas de aprender, se le dificultaban las matemáticas, la contabilidad y otras materias. Si bien la estatura alta le ayudaba, también era sosa y desgarbada. Tenía unas manos torpes y regordetas. Daba más el tipo de empleada doméstica que de secretaria. Pero para su viejo padre era la joven más hermosa del mundo y, como sucede con la mayoría de los padres, ciegos por el amor, presumía la inteligencia y gracia de la muchacha.
Cuando salía de la academia comercial la joven  pasaba por su padre, hacía los recados de algún empleado, ganándose alguna propina, repasaba sus lecciones y, ya en la noche, volvían juntos a casa para, al día siguiente, repetir siempre su rutina. Don tito ansiaba el momento de su retiro. Algún dinerito le darían, pensaba para sí, y si no, ya le faltaba poco a su hija para ayudar con los gastos de la casa. Tenía puestas todas sus esperanzas en ella.
Una mañana el director del plantel donde estudiaba Silvia, entró con la cara descompuesta, pidiendo a la muchacha que lo acompañara a la Dirección. La joven tomó sus cosas y, en medio del cuchicheo de las compañeras, salió precipitadamente.
Pasaron los días y Silvia no regresaba a la academia. Su ausencia provocó intriga Al paso de los días la ausencia de Silvia causaba intriga y curiosidad entre las alumnas, quienes preguntaron a los profesores, qué había pasado con ella; si la habían expulsado o estaba enferma y si volvería a la escuela. Todos los maestros guardaban silencio, aconsejando que no fueran curiosas, y las arengaban para que mejor se pusieran a estudiar; todos, menos una, la maestra de taquigrafía quien, bajando la voz y poniéndose muy seria, dijo que ella sabía la razón de la ausencia de Silvia y que se los contaría, siempre y cuando no llegara a oídos del director, quien había prohibido, tajantemente, que se hablara del asunto. Las chicas le juraron a la maestra que no dirían nada fuera del aula, pues querían saber qué ocultaban los adultos con tanto misterio.
-Al papá de su compañera le dio un infarto fulminante y murió el día que vino a buscarla el profesor Quirarte -contó la maestra en un susurro.
Las muchachas se asombraron y entristecieron por su compañera. La chica quería mucho a su papá y siempre hablaba con cariño de él. Pero para nadie era un secreto que, para ser papá de una adolescente, el señor ya era muy grande. Algunas pensaban que más bien era su abuelo.
Por fin un día Silvia regresó a la academia, pero para despedirse de sus amigas y de los maestros. La muchacha estaba irreconocible, pálida, triste y con la mirada asustada; parecía un cachorro cuando lo separan de sus padres. Les dijo que ya no podía seguir estudiando, ahora tenía que trabajar para ayudar a su madre. Con tristeza la despidieron y Silvia se retiró
Cierta tarde, cuando salí de clases, pasé por el edificio donde había trabajado el padre de Silvia, y me sorprendí de verla. Vestía una bata de afanadora y se encontraba trapeando el vestíbulo del edificio. Quise pasar rápido para que no me viera y no avergonzarla. Pero era tarde, la muchacha ya me había visto, y me invitó a entrar con una sonrisa triste, al tiempo que me decía:
-Como no quisieron darnos indemnización por la muerte de mi papá, esto es lo único que me ofrecieron; y desgraciadamente lo tuve que aceptar. Ya sabes, el dueño es abogado al igual que todos los inquilinos, teníamos todas las de perder mi familia y yo. Así que aquí me tienes, haciendo lo único que no quería mi padre, verme de criada. ¡Ay, amiga, si él me viera! Tanto sacrificio para nada -dijo con los ojos al borde del llanto.
-Pero explícales que ya te faltaba muy poco para terminar la carrera. De pérdida que te den un trabajo de mecanógrafa, de archivista, no sé; o quizá en otro lado -dije indignada.
-Ya lo intenté y corrí con mala suerte. En ningún lado quieren a una muchacha fea y tosca como yo. Y más vale viejo conocido que nuevo por conocer. Ni siquiera me dieron el puesto de elevadorista, aunque sabían que cuando mi padre no estaba, yo lo manejaba. Según el patrón, tiene que ser un hombre -dijo Silvia, suspirando resignada.
Me despedí de la muchacha y camino de regreso a casa, recordé lo que la maestra de mecanografía le dijo a Silvia, un día que la desesperó en clases.
-¡Cómo quieres ser secretaria si tienes manos de tortillera! ¡Chamaca, equivocaste el oficio!
Esa vez, todas reímos de buena gana, jamás imaginé que con el paso de los años resultaría cierta aquella humillación de la profesora.

Tomado de la Sección Mujer de la Gaceta de Chicoloapan

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