El
Perpetrador
Por Roxana Martínez Huerta
La escuela secundaria sólo
distaba tres calles de mi casa, de cuya puerta me despedía mi madre, no sin
antes darme miles de bendiciones, mientras insistía en acompañarme, a lo que
yo me oponía rotundamente. Cursaba el tercer año y mis compañeros hacían bullying a los perdedores que iban acompañados por algún adulto. Con tal de pertenecer, como buena borrega del rebaño, yo seguía las reglas.
yo me oponía rotundamente. Cursaba el tercer año y mis compañeros hacían bullying a los perdedores que iban acompañados por algún adulto. Con tal de pertenecer, como buena borrega del rebaño, yo seguía las reglas.
Esa
mañana miré el reloj. Faltaba poco para que dieran las siete. Aceleré el paso,
pero al caminar cerca de un angosto zaguán, me pescaron fuertemente del brazo,
me tapaban la boca, y me arrastraban hacia dentro de un edificio. Luché por
zafarme con todas mis fuerzas, pero un desconocido me tomó de los cabellos y me
asestó una serie de golpes que caían en todo mi cuerpo. Yo me resistía hasta
que de una patada, certera y contundente en la barbilla, me noqueó, dejándome
sin sentido.
Cuando
volví en mí, no sabía dónde estaba, ni cuánto tiempo había pasado. Era un lugar
muy oscuro. Luego que mis ojos se adaptaron a la penumbra, observé que estaba
bajo la escalera del edificio. Golpeada, con la ropa hecha girones. Presentí lo
peor.. y acerté. El hombre que me atacó había abusado de mí. Me incorporé.
Recogí mi mochila que se encontraba a un lado. Miré el reloj: eran las nueve de
la mañana. Me dolía todo el cuerpo. Quería salir del hueco aquél pero no me
atrevía; ignoraba qué aspecto tendría, y no quería espantar a mi madre. Saqué
el espejo de la mochila, miré mi barbilla hinchada y amoratada. Me faltaban
mechones de cabello. Vi una llave de agua y, comencé a lavarme. Había sangre
escurriendo entre mis piernas. Al subirme la falda del uniforme me di cuenta
que me habían quitado la ropa interior. Tentaleé en la oscuridad el sucio
suelo, pero no encontré nada. Me arreglé lo más que pude, amarré el suéter a mi
cintura y dispuesta a salir de ahí. Me asomé a la puerta. La calle estaba
casi desierta, corrí sin parar hasta mi casa. Afortunadamente mi madre ya se
había ido a trabajar. Me metí corriendo a la regadera y, llorando de rabia e
impotencia, quemé en el lavadero mi uniforme. Decidí no decir nada a nadie y
cobrarme aquella afrenta por mí misma.
Cuando
mi madre volvió del trabajo me bombardeó a preguntas, sólo le dije que, al
salir de la escuela, un grupo de vándalos nos asaltaron a mis amigas y a mí.
Como yo opuse resistencia sólo a mí me habían golpeado. Le dije que no
tenía ningún caso dar parte a la policía, ya sabíamos que no les harían nada,
puesto que eran menores de edad. Todo este cuento ya lo había pactado por
teléfono con mis dos amigas, que conocía mi madre. También a ellas les conté
una verdad a medias. Diría lo que en realidad me había ocurrido, hasta que ya
me hubiera vengado.
El
coraje me hizo reponerme muy rápido de mis lesiones. Fui a la fiesta de
graduación y me inscribí en un curso de defensa personal, diciéndole a mi mamá
que iba a la gimnasia. Pero sobre todo, investigué quién me había atacado. Cuando
di con él, lo espié con paciencia, día tras día, hasta saber sus movimientos y
horarios. Se trataba de un asqueroso que vivía en la azotea del edificio de
departamentos donde me había atacado. No sólo agredía físicamente, todas las
mañanas, cuando pasaban las mujeres por la calle, se bajaba los pantalones y
les enseñaba sus partes, para después meterse corriendo al edificio para
esconderse. Yo entrenaba con muchas ganas, porque me imaginaba que era a él a
quien pateaba y aporreaba. El instructor, al observarme, preguntó por qué
pegaba con tanta fuerza, con tanto coraje. Sólo reí, sin decir nada. Al parecer
yo le había simpatizado y una tarde, a la salida, me abordó.
-Te
he estado estudiando y aunque todavía no tienes mucha técnica, das golpes
certeros y con mucha fuerza. Cuéntame el motivo de tu enojo y te prometo
entrenarte hasta hacer de ti una campeona.
-No
quiero competir con nadie, lo hago sólo porque me gusta y, claro, para
defenderme -dije.
-¿De
quién? -preguntó.
-De
nadie en particular. Sólo para protección, si alguien me ataca -contesté.
-Cuéntame
y, sin ningún compromiso, sólo porque veo que eres una chica muy responsable y
formal, te haré en poco tiempo una buena peleadora -insistió.
Al
final me desahogué con él. No le había contado a nadie, y al escuchar esas
palabras salir de mi boca, tuve una mezcla rara de sentimientos. Cuando
terminé, el profesor Guillermo, lanzando un largo suspiro dijo:
-Te
aseguro que dentro de poco tiempo te vas a desquitar de ese desgraciado
cobarde.
Al
cabo de unos meses me sentí preparada. Tomé un cuchillo de la alacena, espere a
que mi madre se fuera a trabajar y me aposté en la calle, esperando ver al
perro aquel. Vi que una mujer joven se acercaba al lugar en cuestión, luego
saltó y se cruzó corriendo la calle. Supe que él estaba ahí. Me pegué a la
pared lo más que pude. Cuando percibió que alguien iba a pasar, saltó delante
de mí, bajándose los pantalones y enseñando su asquerosa desnudez, muerto de
risa. Luego intentó meterse al edificio, pero yo fui más veloz, y le di
alcance. Lo tomé de los cabellos, arrastrándolo bajo la escalera, un lugar que
yo conocía muy bien. Me insultaba y se defendía, pero era en vano, éramos casi
de la misma estatura. Sus golpes no hacían mella en mí, muy al contrario, golpe
o patada que yo le lanzaba hacía que le brotara sangre de boca y nariz. Cuando
su cara fue sólo una masa sanguinolenta, y las costillas evidentemente rotas,
le recordé lo que me había hecho y que ahora le tocaba a él. Me puse a
horcajadas sobre el bastardo y le desgarré el pantalón con el cuchillo. Él se
retorcía con la poca fuerza que le quedaba, pero mi coraje era superior. Metí
una mano y busqué su repulsivo miembro y con otra di el tajo para desprenderlo
de su cuerpo. Esperé hasta verlo desangrarse por completo.
Cuando
todo terminó, me sentí libre y satisfecha. Nadie supo quién había matado a
aquella fea alimaña. Al correr el tiempo, me inscribí en la preparatoria e hice
mi vida normal, sin ningún remordimiento ni sobresalto hasta el día de hoy.
Tomado del Horror de la Gaceta de la Gaceta de Chicoloapan
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