La Paisana
Por Roxana Martínez Huerta
Nadie la llamaba
por su nombre de pila, en el barrio se referían a ella como La Paisana. Era una mujer mayor, muy
alta y delgada, con unos ojos azules profundos y pizpiretos. Pero lo que más me
llamaba la atención era su cabellera larga y blanca. Sus canas brillaban igual
que el pelo de las rubias muñecas de mi infancia. Vivía sola en un departamento
del segundo piso de una privada en las calles de Regina, el cual siempre mantenía
impecable y con un toque acogedor. Como era muy pequeño, contrastaba con la
estatura de la inquilina. Era gracioso ver a una mujer de casi dos metros
moverse ágilmente en tan poco espacio.
La Paisana era muy simpática y dicharachera.
Siempre tenía una sonrisa o una palabra amable para todos. Nunca la vi enojada
ni triste. Yo era apenas una adolescente que fácilmente se impresionaba con sus
anécdotas, sobre todo las que contaba de los artistas con los que trabajaba.
Pues si bien se mantenía de lavar y planchar ajeno, su verdadero trabajo
consistía en ser extra de cine. Por eso
hablaba siempre de María Félix, de Cantinflas y de todos los famosos del cine
mexicano de esa época.
-Claro, yo nomás
salgo en la bola, pero me encanta el relajo; y además gano mi buen dinerito
-contaba riendo-. Donde sobresalgo es en una escena de Juana Gallo. Allí
salimos corriendo todas las soldaderas, pero una taruga me pisó un guarache y
salí volando para caer de cara en el lodo, jajá -reía con ganas de sus pequeños
accidentes estelares, como les llamaba.
Cuando llevaba
la ropa limpia a nuestra casa no faltaba quien le picara un poco el pico y, sin
hacerse del rogar, nos contaba historias de su tierra, de brujería o de amores
que tuvo en su juventud; en especial siempre hablaba de un hijo al que nunca
veía. Todas sus historias me parecían muy interesantes aunque en mi casa nadie
le creía ni media palabra. Decían: “Esa paisana es más larga que la cuaresma,
¿quién le va a creer tanta babosada?”. Verdades o mentiras, era fascinante
escucharla.
Por las tardes,
cuando terminaba de planchar, se servía un caballito de charanda, y se sentaba
en su mecedora a escuchar música. Entonces aparecía la nostalgia en su rostro
cuando pensaba en su terruño. Una de esas tardes me hizo una confesión:
-Muchacha, te
voy a confiar un secretillo. Como ves ya estoy muy vieja. Toda mi vida he
trabajado y he ahorrado alguito, tampoco creas que mucho. Últimamente he
pensado que la huesuda ya no tarda en llevarme, pero no quiero morir aquí.
Quiero regresar a Colima con mis parientes. Con el hijo ya ni cuento, se casó y
se olvidó que tenía madre. Pero lo más seguro, y si tengo todavía fuerzas, es
que pronto me regrese a mi tierra. Pero en el caso de que me agarre la muerte
durmiendo, no quiero que me echen a la fosa común. Te voy a enseñar el lugar en
donde tengo mi guardadito, dispón de él. Ya que me hayan enterrado, si te
sobra, pues ahí te lo gastas en lo que se te antoje –dijo la mujer levantándose
para mostrarme su escondite.
Fuimos a la
cocina y movimos la alacena. Quito un tabique de la pared y sacó un envoltorio,
lo desató y me mostró una gran cantidad de billetes y algunos centenarios. Al
ver la cantidad le sugerí que mejor lo metiera al Banco, o le hablara a su
hijo, pues era mucho dinero.
-Ese cabezón lo
que quisiera es quitarme el dinero que con tanto esfuerzo he logrado, ni cuando
he estado enferma me ha echado un lazo. Capaz que se lo gasta en puras
fregaderas. A mí el instinto nunca me ha fallado, y yo se que tú vas a cumplir
al pie de la letra lo que te estoy pidiendo -dijo con firmeza.
Iba yo a
replicar, pero no me dejó. Volvió a colocar el dinero a su lugar y acomodamos
la alacena.
-Quiero que me
entierren en el panteón donde están mis padres y que me mandes a hacer una
tumba muy blanca y que tenga las torres igualitas a las de la Catedral de
Guadalajara. Jajá, dirás que soy una vieja caprichosa, pero ese es mi deseo,
así que te amuelas –concluyó.
Nunca volvimos a
tocar el tema. Se acercaba el fin de curso, y me fui a despedir y a decirle que
cuando regresáramos de las vacaciones en la playa, yo le llevaría la ropa
sucia. Me deseo suerte, mirándome fijamente con sus profundos ojos azules, y me
dio un beso en la frente.
Cuando regresé
de las vacaciones la busqué. Después de un rato de tocar el zaguán, me abrió
una señora, y al reconocerme se echó a llorar. Entre sollozos me informó que La Paisana había fallecido. Al preguntar
qué había pasado, dijo que la culpa la tenía el hijo, que en mala hora había
buscado a su madre.
-Cuando se apareció todos pensamos que ya no
estaría sola, pero el muy desgraciado nada más vino a robarla y a matarla del
coraje –dijo la mujer llorando.
-No es posible.
¿Dónde está él? ¿Dónde la enterraron? –pregunté consternada.
-Ya se fue el
maldito. Estuvo viviendo casi dos semanas con ella, sólo para saber dónde
guardaba el dinero. Cuando lo encontró se lo robó. Ella lo quiso golpear, pero
la aventó y se escapó con todo. Ninguno nos dimos cuenta, pobrecita. Se enfermó
quien sabe si de coraje o tristeza por tener ese perro por hijo. Se murió a los
dos días. Entre todos los vecinos nos cooperamos y la enterramos –dijo la
mujer.
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