jueves, 22 de noviembre de 2018

Relatos desde Regina


La Paisana

Por Roxana Martínez Huerta


Nadie la llamaba por su nombre de pila, en el barrio se referían a ella como La Paisana. Era una mujer mayor, muy alta y delgada, con unos ojos azules profundos y pizpiretos. Pero lo que más me llamaba la atención era su cabellera larga y blanca. Sus canas brillaban igual que el pelo de las rubias muñecas de mi infancia. Vivía sola en un departamento del segundo piso de una privada en las calles de Regina, el cual siempre mantenía impecable y con un toque acogedor. Como era muy pequeño, contrastaba con la estatura de la inquilina. Era gracioso ver a una mujer de casi dos metros moverse ágilmente en tan poco espacio.
La Paisana era muy simpática y dicharachera. Siempre tenía una sonrisa o una palabra amable para todos. Nunca la vi enojada ni triste. Yo era apenas una adolescente que fácilmente se impresionaba con sus anécdotas, sobre todo las que contaba de los artistas con los que trabajaba. Pues si bien se mantenía de lavar y planchar ajeno, su verdadero trabajo consistía en ser  extra de cine. Por eso hablaba siempre de María Félix, de Cantinflas y de todos los famosos del cine mexicano de esa época.
-Claro, yo nomás salgo en la bola, pero me encanta el relajo; y además gano mi buen dinerito -contaba riendo-. Donde sobresalgo es en una escena de Juana Gallo. Allí salimos corriendo todas las soldaderas, pero una taruga me pisó un guarache y salí volando para caer de cara en el lodo, jajá -reía con ganas de sus pequeños accidentes estelares, como les llamaba.
Cuando llevaba la ropa limpia a nuestra casa no faltaba quien le picara un poco el pico y, sin hacerse del rogar, nos contaba historias de su tierra, de brujería o de amores que tuvo en su juventud; en especial siempre hablaba de un hijo al que nunca veía. Todas sus historias me parecían muy interesantes aunque en mi casa nadie le creía ni media palabra. Decían: “Esa paisana es más larga que la cuaresma, ¿quién le va a creer tanta babosada?”. Verdades o mentiras, era fascinante escucharla.
Por las tardes, cuando terminaba de planchar, se servía un caballito de charanda, y se sentaba en su mecedora a escuchar música. Entonces aparecía la nostalgia en su rostro cuando pensaba en su terruño. Una de esas tardes me hizo una confesión:
-Muchacha, te voy a confiar un secretillo. Como ves ya estoy muy vieja. Toda mi vida he trabajado y he ahorrado alguito, tampoco creas que mucho. Últimamente he pensado que la huesuda ya no tarda en llevarme, pero no quiero morir aquí. Quiero regresar a Colima con mis parientes. Con el hijo ya ni cuento, se casó y se olvidó que tenía madre. Pero lo más seguro, y si tengo todavía fuerzas, es que pronto me regrese a mi tierra. Pero en el caso de que me agarre la muerte durmiendo, no quiero que me echen a la fosa común. Te voy a enseñar el lugar en donde tengo mi guardadito, dispón de él. Ya que me hayan enterrado, si te sobra, pues ahí te lo gastas en lo que se te antoje –dijo la mujer levantándose para mostrarme su escondite.
Fuimos a la cocina y movimos la alacena. Quito un tabique de la pared y sacó un envoltorio, lo desató y me mostró una gran cantidad de billetes y algunos centenarios. Al ver la cantidad le sugerí que mejor lo metiera al Banco, o le hablara a su hijo, pues era mucho dinero.
-Ese cabezón lo que quisiera es quitarme el dinero que con tanto esfuerzo he logrado, ni cuando he estado enferma me ha echado un lazo. Capaz que se lo gasta en puras fregaderas. A mí el instinto nunca me ha fallado, y yo se que tú vas a cumplir al pie de la letra lo que te estoy pidiendo -dijo con firmeza.
Iba yo a replicar, pero no me dejó. Volvió a colocar el dinero a su lugar y acomodamos la alacena.
-Quiero que me entierren en el panteón donde están mis padres y que me mandes a hacer una tumba muy blanca y que tenga las torres igualitas a las de la Catedral de Guadalajara. Jajá, dirás que soy una vieja caprichosa, pero ese es mi deseo, así que te amuelas –concluyó.
Nunca volvimos a tocar el tema. Se acercaba el fin de curso, y me fui a despedir y a decirle que cuando regresáramos de las vacaciones en la playa, yo le llevaría la ropa sucia. Me deseo suerte, mirándome fijamente con sus profundos ojos azules, y me dio un beso en la frente.
Cuando regresé de las vacaciones la busqué. Después de un rato de tocar el zaguán, me abrió una señora, y al reconocerme se echó a llorar. Entre sollozos me informó que La Paisana había fallecido. Al preguntar qué había pasado, dijo que la culpa la tenía el hijo, que en mala hora había buscado a su madre.
 -Cuando se apareció todos pensamos que ya no estaría sola, pero el muy desgraciado nada más vino a robarla y a matarla del coraje –dijo la mujer llorando.
-No es posible. ¿Dónde está él? ¿Dónde la enterraron? –pregunté consternada.
-Ya se fue el maldito. Estuvo viviendo casi dos semanas con ella, sólo para saber dónde guardaba el dinero. Cuando lo encontró se lo robó. Ella lo quiso golpear, pero la aventó y se escapó con todo. Ninguno nos dimos cuenta, pobrecita. Se enfermó quien sabe si de coraje o tristeza por tener ese perro por hijo. Se murió a los dos días. Entre todos los vecinos nos cooperamos y la enterramos –dijo la mujer.

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