Lulú
Por Roxana Martínez Huerta
Cuando le
pregunté a Saúl, mi sobrino, cómo eran sus futuros suegros respondió sin dudar:
-¡A todo dar!
El joven
sorprendió a todos por su decisión precipitada de casarse con una chica que
recién había conocido un par de meses atrás.
-Son muy
jóvenes los dos. Tienen muchas cosas qué hacer antes de contraer tantas
responsabilidades como las que hay en un matrimonio –argumenté luego de conocer
la noticia.
-Pues Carolina
quiere casarse ya. Estamos enamorados y mientras no haya ningún impedimento,
las opiniones de los demás carecen de interés para nosotros -respondió el
joven.
Cualquier argumento
en contra de esa precipitada unión era una pérdida de tiempo, por lo que al
pasar dos meses la pareja contrajo matrimonio por el civil y por la iglesia, a
cuyos actos acudimos como invitados, donde tuve la oportunidad de conocer a los
suegros de Saúl. Platicando acerca de diversos temas, llegamos a comentar lo
bien que trataban a Lulú, la muchacha que les ayudaba en el servicio, pues me
percaté que la trataban como de la familia. La suegra de Saúl, sin reparo alguno contó que la joven era muy querida por
toda la familia, quien la consentía y cuidaba como a una hija más.
-A esa pobre
criatura la salvé de una violación inminente -soltó la mujer.
-¿Cómo? ¿Por
qué inminente? –Pregunté, francamente intrigada.
-Lulucita,
como yo le digo, es de una ranchería del Estado de Puebla, y como parte de sus
obligaciones tenía que llevar al el almuerzo a sus tíos y hermanos a las
tierras de labor. Siempre iba sola por los caminos del campo cargando su
canasta su comida. Un día se topó con una bola de forajidos, quienes al verla
sola la atacaron con intenciones de violarla. Tenía once años y era muy
flaquita. Era imposible escapar. Pero Quiso Dios que mi esposo y yo pasáramos
en ese preciso momento. Veníamos de regreso de la casa de una hermana que vivía
en otra ranchería cercana. Al oír los gritos de la muchacha, mi esposo aceleró
la camioneta echándoselas encima. Los malditos salieron corriendo, eran como
seis, jóvenes todos. Nos bajamos del vehículo para revisarla; tenía algunos
moretones y rasguños, el pelo revuelto y toda la ropa rasgada y enlodada. La
subimos a la camioneta. La llevamos a su casa. Eran una familia muy pobre. Y si
esta vez la rescatamos, algún otro rufián le haría daño más adelante. Por ello
convencí a sus padres para que me permitieran llevarnos a Lulú con nosotros. Les
prometí que a cambio de algunas labores caseras, le daría comida, techo,
cuidados y un sueldo. La familia lo pensó un poco. Pero lo que los convenció
fue que les di en ese momento un buen dinerito. Les prometí que cada vez que yo
visitara a mi hermana, llevaría a Lulucita
conmigo para que saludara a sus padres. Así lo hemos hecho hasta el día de hoy.
Se vino a
vivir con nosotros. Resultó ser una buena chica. Me ayudaba en las labores de
la casa y la metí a estudiar por las tardes. Todo fue bien los primeros años.
Pero ya sabe cómo es la vida. Las mujeres crecen y les empiezan a gustar los
hombres. En la escuela conoció a un mal muchacho, de esos irresponsables y
flojos pero que la alborotó. Cuando me enteré y conocí al joven sin oficio ni
beneficio, le prohibí a Lulucita que
saliera con él, pues no le convenía. Lulú se puso rebelde y se escapó con el
novio a otro estado, sin importarle mi preocupación ni la responsabilidad que
yo tenía con su familia, a la que tuve que ir a comunicarles lo sucedido. Pero
a pesar de lo que pensé que me reprocharían o reclamarían, la familia se
conformó, diciendo que ya estaba en edad de tener novio. Sólo me pidieron que
les avisara si sabía algo de ella.
Una madruga,
un par de meses después, llamaron por teléfono, avisándonos que Lulú había
tenido un accidente gravísimo en la carretera. Ella iba sentada en medio del
fulano, quien conducía el auto, y un amigo. Habían bebido demasiado y se impactaron contra
otro auto. Los varones llevaban puesto el cinturón de seguridad; no así Lulú que
salió volando por el parabrisas. Con el impactó sufrió diversas fracturas en las
piernas, la cadera y un brazo, además de heridas profundas en la cabeza. Bueno,
para no hacer larga la historia, quedó muy mal. Fui por ella. Me la traje en
avión, con médicos y enfermeras a bordo. Aquí la cuidé de día y noche. Fueron
meses de angustia. Con paciencia le ayudaba en sus terapias para que volviera a
caminar sin secuelas. Siempre la hemos procurado, hasta el día de hoy. Pueden
ver lo sana que está. Bien alimentada y sin problema alguna.
Efectivamente
la muchacha estaba joven y sana, por lo que no pude reprimir mi comentario:
-Es usted
una santa. Poca gente hubiera hecho lo que usted por alguien que no es de su
familia.
-No. Qué
santa, ni que nada. Hay que ser buenas personas. Nunca sabe uno cuándo va a
necesitar de los demás –dijo, sonriendo bonachonamente.
Tiempo después me enteré del motivo de
las buenas intenciones de aquella mujer. Su hija Carolina padecía graves
problemas de salud desde pequeña, y los continuos y duros tratamientos le
habían dañado órganos vitales. Requería un urgente trasplante. La muerte la
rondaba. Esa era la causa de la precipitación por casarse. También era el
motivo de todo el amor descomunal y cuidados brindados a la jovencita, quien
estaba tan agradecida con los buenos tratos de la familia, a quien servía de
manera incondicional, al grado que donó, sin oposición alguna, el órgano sano
que la hija de su patrona necesitaba para vivir.
Tomado del Horror de La Gaceta de Chicoloapan