María
Por Roxana Martínez Huerta
Nuestro
personaje es una mujer cuya vida estuvo marcada por la desgracia, igual que
sucede con los millones de mujeres anónimas que habitan los barrios y
vecindades pobres de la Ciudad de México. María, que así se llamaba esta mujer,
vivía con su hombre y sus hijos en Motolinía. Y no es que tuvieran una
situación económica holgada que les permitiera habitar en una de las calles
emblemáticas del centro de la ciudad, sino que el marido era conserje y elevadorista
de un antiguo edificio de oficinas de varios pisos ubicado en esa calle,
posición que aprovechó para “adueñarse” del sótano, donde improvisó cocina,
baño y recámara y allí amontonó a su familia.
El
sueldo del marido era tan bajo que no alcanzaba para cubrir las necesidades de
la pareja y sus seis vástagos, cinco varones y una niña. Por esa razón María
tomó la decisión de ponerse a vender billetes de lotería en la esquina de Arcos
de Belén y Balderas. Se hacía acompañar de Pancho, su hijo mayor, un niño
excepcional, quien a pesar de contar con sólo doce años de edad, se distinguía
del resto de sus hermanos por ser listo y muy trabajador. Tenía ángel y vendía
en un rato lo que a ella le llevaba días enteros. Varios de sus clientes en la
calle y algunos abogados de los despachos del edificio, que habían ganado
premios, buscaban al muchacho para darle sus buenas propinas, que de inmediato
entregaba a su madre.
Pero
así como María se esmeraba en limpiar pisos y escaleras del edificio, hacer los
quehaceres de la casa, llevar a los niños a la escuela y salir corriendo a
vender sus billetes de lotería, sin tener un solo día de descanso, su marido
por su parte, cuya actividad se reducía a manejar el elevador, era flojo e
indolente y, lo peor, abusivo con su mujer y con los niños. Por eso, mientras
estaban en la calle madre e hijo eran felices, pero al llegar a la covacha, como ella le decía a su
casa, empezaban las discusiones y los pleitos con el marido. Éste le reclamaba
su ausencia en la casa, y ella le preguntaba de qué vivirían si no salía a
vender. Total que el matrimonio se llevaba muy mal.
Esa
vida de perros y gatos tuvo un final inesperado. Cierta mañana María recibió un
telegrama procedente del pueblo de El Oro, en el Estado de México. Era de su hermana.
Le avisaba que su madre se estaba muriendo, y si quería encontrarla aún con
vida debía acudir de inmediato. María, muy mortificada, metió algo de ropa en
una bolsa, encargó a Pancho la casa y los billetes de lotería y salió muy
apurada.
Ya
pardeaba la tarde cuando llegó al pueblo. Serían como las siete. Todavía la
separaban varios kilómetros hasta la ranchería donde vivían sus padres. El camino
era de terracería y a esa hora no entraban autobuses, ni tampoco traía dinero
para un taxi, así que emprendió la caminata. Agradeció que fuera de noche pues
de día el sol caía inclemente sobre el camino árido y terregoso.
Anduvo
más de dos horas por una brecha desierta. Le faltaba casi una hora para llegar
cuando un ruido de pisadas la sacó de sus pensamientos. Un desconocido corría detrás
de ella. Asustada y presintiendo algo malo aceleró el paso, pero sus piernas y
sus fuerzas no pudieron más que las del hombre, quien pronto le dio alcance. La
tomó del pelo y de un brutal jalón la tiró al piso y se encaramó sobre ella.
Era un hombre joven que traía la cara cubierta con un paliacate y un cuchillo
en la mano. María forcejeaba intentando quitarse al tipo de encima pero él le puso
el arma en la garganta. La mujer le suplicó que no la matara, que la dejara ir
a ver a su madre que estaba agonizando. El energúmeno ni siquiera la escuchó.
Con la mano libre le subió la falda y le desgarró la ropa interior. La violó
con tal saña que le amorató las piernas. Estaba como enloquecido. De un
cabezazo le tiró varios dientes. Al final se largó amenazándola de muerte si lo
denunciaba.
María
quedó ahí tirada un largo rato. Era noche cerrada cuando, adolorida y llorando,
prosiguió su camino. Al llegar a la casa de su madre, su familia se espantó al
ver el estado en que venía. Les dijo que la asaltaron en el camino y que la
habían golpeado. Su hermana como pudo la limpió y curó sus heridas. Ya más tranquila
le dio el adiós a su madre quien murió esa madrugada.
Después
del sepelio se quedó unos días en el pueblo para el novenario y para recuperar
su salud física. Luego regresó a su casa. Dos meses después se dio cuenta que
estaba embarazada. Obviamente no de su marido, pues hacía dos o tres años que
no tenían relaciones. El hombre cohabitaba con otra mujer con quien tenía dos hijos.
María
decidió abortar el producto de la violación. Fue en busca de la ayuda de un médico,
pero el doctor no le creyó. La echó de su consultorio argumentando que si
hubiera levantado un acta en la que constara la violación, quizá se podía hacer
algo, pero ahora era imposible. No se dio por vencida y fue con una doctora que
le recomendó una conocida. Fue inútil. Tampoco ésta quiso ayudarla y sólo le
aconsejó que tuviera al niño y lo hiciera pasar como hijo del matrimonio. María
salió desconsolada. Sabía que en cuanto se le notara el embarazo el marido la
echaría de la casa.
Se
fajó el vientre y empezó a hacer un pequeño ahorro. La preocupación le impedía conciliar
el sueño. Pasaba los días fumando y tomando sólo agua para no engordar. El pelo
se empezó a caer por montones, hasta que se quedó completamente calva. Para salir
a la calle sin que la vieran como a un fenómeno, se cubría la cabeza con una
pañoleta. Su salud se deterioró de tal forma que parecía un cadáver caminando. Por
fin un día el marido se dio cuenta de su estado y la sacó a patadas. La insultó
y la tachó de infiel y asquerosa. Le dijo que se largara a terminar de
prostituirse.
Sintiéndose
derrotada ya no quiso dar explicaciones. Tomó a sus hijos y salió con ellos,
menos Pancho, pues el infame marido le impidió llevárselo ya que también para
él era su brazo derecho. Dejó a los niños en un jardín mientras buscaba un
cuarto desocupado. Encontró un cuartucho en una horrible vecindad, de esas que
tenían baño colectivo para todos los inquilinos. Aparentemente siguió con su
rutina, pero se sentía muerta en vida, sin el apoyo moral de su Pancho y en
espera del hijo de su violador, el cual parió en su casa auxiliada por la
portera de la vecindad. El dinero ahorrado se acabó, y recién parida no podía
salir a trabajar. Ramón, su segundo hijo, se dedicó a pedir limosna en la calle
hasta que ella se recuperó. En el lapso de un año se cambiaron tres veces de
casa. Con tantos hijos la echaban de todas partes. Para no dejarlos solos mucho
tiempo, decidió vender quesadillas en la puerta de la vecindad. Pero su destino
ya estaba maldito. En un descuido el hijo de su casera se tropezó y se fue de
bruces sobre el comal con aceite hirviendo y se quemó la cara. María fue lanzada
con sus chivas a la calle.
Acabó
en un cuartucho dentro de un sucio departamento habitado por otra familia. Las condiciones
de hacinamiento eran infrahumanas. Un día que se encontraba sola con el marido
de su vecina, éste la embriagó y la abusó sexualmente. María no dijo nada, ni
tenía a dónde ir ni quería arrastrar a los niños a un lugar peor. Tomó una
decisión. Se armó de valor. Fue a la tlapalería y compró varios gramos de estricnina.
Regresó a la vivienda, puso a hervir un té de hojas y disolvió pacientemente el
veneno en la infusión. Luego llamó a sus hijos y a cada uno le dio una taza con
té. Los obedientes niños bebieron el mortífero brebaje. María vio cómo sus cinco
hijos se morían uno por uno. Cuando se
cercioró que ya ninguno respiraba, tomó con calma la ración que había reservado
para ella, sintiendo como, lentamente, llegaba a su cuerpo y a su alma el
descanso anhelado para su desgraciada vida.
Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan
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