viernes, 6 de enero de 2017

Relatos desde Regina VII



María 
Por Roxana Martínez Huerta

Nuestro personaje es una mujer cuya vida estuvo marcada por la desgracia, igual que sucede con los millones de mujeres anónimas que habitan los barrios y vecindades pobres de la Ciudad de México. María, que así se llamaba esta mujer, vivía con su hombre y sus hijos en Motolinía. Y no es que tuvieran una situación económica holgada que les permitiera habitar en una de las calles emblemáticas del centro de la ciudad, sino que el marido era conserje y elevadorista de un antiguo edificio de oficinas de varios pisos ubicado en esa calle, posición que aprovechó para “adueñarse” del sótano, donde improvisó cocina, baño y recámara y allí amontonó a su familia.
El sueldo del marido era tan bajo que no alcanzaba para cubrir las necesidades de la pareja y sus seis vástagos, cinco varones y una niña. Por esa razón María tomó la decisión de ponerse a vender billetes de lotería en la esquina de Arcos de Belén y Balderas. Se hacía acompañar de Pancho, su hijo mayor, un niño excepcional, quien a pesar de contar con sólo doce años de edad, se distinguía del resto de sus hermanos por ser listo y muy trabajador. Tenía ángel y vendía en un rato lo que a ella le llevaba días enteros. Varios de sus clientes en la calle y algunos abogados de los despachos del edificio, que habían ganado premios, buscaban al muchacho para darle sus buenas propinas, que de inmediato entregaba a su madre.
Pero así como María se esmeraba en limpiar pisos y escaleras del edificio, hacer los quehaceres de la casa, llevar a los niños a la escuela y salir corriendo a vender sus billetes de lotería, sin tener un solo día de descanso, su marido por su parte, cuya actividad se reducía a manejar el elevador, era flojo e indolente y, lo peor, abusivo con su mujer y con los niños. Por eso, mientras estaban en la calle madre e hijo eran felices, pero al llegar a la covacha, como ella le decía a su casa, empezaban las discusiones y los pleitos con el marido. Éste le reclamaba su ausencia en la casa, y ella le preguntaba de qué vivirían si no salía a vender. Total que el matrimonio se llevaba muy mal.
Esa vida de perros y gatos tuvo un final inesperado. Cierta mañana María recibió un telegrama procedente del pueblo de El Oro, en el Estado de México. Era de su hermana. Le avisaba que su madre se estaba muriendo, y si quería encontrarla aún con vida debía acudir de inmediato. María, muy mortificada, metió algo de ropa en una bolsa, encargó a Pancho la casa y los billetes de lotería y salió muy apurada.
Ya pardeaba la tarde cuando llegó al pueblo. Serían como las siete. Todavía la separaban varios kilómetros hasta la ranchería donde vivían sus padres. El camino era de terracería y a esa hora no entraban autobuses, ni tampoco traía dinero para un taxi, así que emprendió la caminata. Agradeció que fuera de noche pues de día el sol caía inclemente sobre el camino árido y terregoso.
Anduvo más de dos horas por una brecha desierta. Le faltaba casi una hora para llegar cuando un ruido de pisadas la sacó de sus pensamientos. Un desconocido corría detrás de ella. Asustada y presintiendo algo malo aceleró el paso, pero sus piernas y sus fuerzas no pudieron más que las del hombre, quien pronto le dio alcance. La tomó del pelo y de un brutal jalón la tiró al piso y se encaramó sobre ella. Era un hombre joven que traía la cara cubierta con un paliacate y un cuchillo en la mano. María forcejeaba intentando quitarse al tipo de encima pero él le puso el arma en la garganta. La mujer le suplicó que no la matara, que la dejara ir a ver a su madre que estaba agonizando. El energúmeno ni siquiera la escuchó. Con la mano libre le subió la falda y le desgarró la ropa interior. La violó con tal saña que le amorató las piernas. Estaba como enloquecido. De un cabezazo le tiró varios dientes. Al final se largó amenazándola de muerte si lo denunciaba.
María quedó ahí tirada un largo rato. Era noche cerrada cuando, adolorida y llorando, prosiguió su camino. Al llegar a la casa de su madre, su familia se espantó al ver el estado en que venía. Les dijo que la asaltaron en el camino y que la habían golpeado. Su hermana como pudo la limpió y curó sus heridas. Ya más tranquila le dio el adiós a su madre quien murió esa madrugada.
Después del sepelio se quedó unos días en el pueblo para el novenario y para recuperar su salud física. Luego regresó a su casa. Dos meses después se dio cuenta que estaba embarazada. Obviamente no de su marido, pues hacía dos o tres años que no tenían relaciones. El hombre cohabitaba con otra mujer con quien tenía dos hijos.
María decidió abortar el producto de la violación. Fue en busca de la ayuda de un médico, pero el doctor no le creyó. La echó de su consultorio argumentando que si hubiera levantado un acta en la que constara la violación, quizá se podía hacer algo, pero ahora era imposible. No se dio por vencida y fue con una doctora que le recomendó una conocida. Fue inútil. Tampoco ésta quiso ayudarla y sólo le aconsejó que tuviera al niño y lo hiciera pasar como hijo del matrimonio. María salió desconsolada. Sabía que en cuanto se le notara el embarazo el marido la echaría de la casa.
Se fajó el vientre y empezó a hacer un pequeño ahorro. La preocupación le impedía conciliar el sueño. Pasaba los días fumando y tomando sólo agua para no engordar. El pelo se empezó a caer por montones, hasta que se quedó completamente calva. Para salir a la calle sin que la vieran como a un fenómeno, se cubría la cabeza con una pañoleta. Su salud se deterioró de tal forma que parecía un cadáver caminando. Por fin un día el marido se dio cuenta de su estado y la sacó a patadas. La insultó y la tachó de infiel y asquerosa. Le dijo que se largara a terminar de prostituirse.
Sintiéndose derrotada ya no quiso dar explicaciones. Tomó a sus hijos y salió con ellos, menos Pancho, pues el infame marido le impidió llevárselo ya que también para él era su brazo derecho. Dejó a los niños en un jardín mientras buscaba un cuarto desocupado. Encontró un cuartucho en una horrible vecindad, de esas que tenían baño colectivo para todos los inquilinos. Aparentemente siguió con su rutina, pero se sentía muerta en vida, sin el apoyo moral de su Pancho y en espera del hijo de su violador, el cual parió en su casa auxiliada por la portera de la vecindad. El dinero ahorrado se acabó, y recién parida no podía salir a trabajar. Ramón, su segundo hijo, se dedicó a pedir limosna en la calle hasta que ella se recuperó. En el lapso de un año se cambiaron tres veces de casa. Con tantos hijos la echaban de todas partes. Para no dejarlos solos mucho tiempo, decidió vender quesadillas en la puerta de la vecindad. Pero su destino ya estaba maldito. En un descuido el hijo de su casera se tropezó y se fue de bruces sobre el comal con aceite hirviendo y se quemó la cara. María fue lanzada con sus chivas a la calle.
Acabó en un cuartucho dentro de un sucio departamento habitado por otra familia. Las condiciones de hacinamiento eran infrahumanas. Un día que se encontraba sola con el marido de su vecina, éste la embriagó y la abusó sexualmente. María no dijo nada, ni tenía a dónde ir ni quería arrastrar a los niños a un lugar peor. Tomó una decisión. Se armó de valor. Fue a la tlapalería y compró varios gramos de estricnina. Regresó a la vivienda, puso a hervir un té de hojas y disolvió pacientemente el veneno en la infusión. Luego llamó a sus hijos y a cada uno le dio una taza con té. Los obedientes niños bebieron el mortífero brebaje. María vio cómo sus cinco hijos se morían uno por uno.  Cuando se cercioró que ya ninguno respiraba, tomó con calma la ración que había reservado para ella, sintiendo como, lentamente, llegaba a su cuerpo y a su alma el descanso anhelado para su desgraciada vida.

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

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