jueves, 7 de septiembre de 2017

La Columna Incómoda


Morena, con M de mujer 
 Juan Bautista Mendoza

Pudieran ser las secuelas del eclipse cuando la luna-mujer se sobrepuso al sol-varón, o será que la tómbola Morena es más visionaria que algunos de los actores políticos de Chicoloapan. Lo cierto es que con la asignación de género femenino para la coordinación de organización municipal, se vislumbra un escenario inédito con posibilidades de triunfo. Que no vendrá en automático; será el resultado de la pericia política con que se desempeñen los encargados de la política local y de la, más que nunca necesaria, altura de miras que permita ver más allá de ambiciones cortoplacistas. La división o la simulación a estas alturas del partido, serán fatales para la construcción de un proyecto de gobierno morenista.

¿Pero de qué está hablando este eclipsado columnista? Les platico: El Consejo Estatal de Morena, en cumplimiento con lo establecido en la ley electoral en materia de equidad y paridad de género, para aspirantes a cargos partidistas y de representación popular, designó, a través de la insaculación, el género para ocupar el cargo de Coordinadoras y Coordinadores en los distritos locales, federales y en los municipios. Para el municipio de Chicoloapan tendrá que ser una Mujer.

En consecuencia, se abrió un periodo de registro, del 23 al 25 de agosto, para militantes, simpatizantes y ciudadanas que desearan participar. Se registraron ocho mujeres para competir por la Coordinación de Organización de Morena en nuestro  municipio: Irene Ángeles Castro, Caterin Lizbeth Gómez Tirado, Angélica Pérez Cerón, Liliana Janet Sánchez Lara, Diana Rocío Fernández Sosa, Claudia Hernández Hernández,  Blanca Esther Monroy Velazquez y Nancy Jazmín Gómez Vargas.

El asunto se considera relevante porque, como es sabido, sólo una mujer ha gobernado Chicoloapan y de eso ya pasaron más de treinta años. Entonces, la presencia de figuras femeninas a la cabeza del proyecto de Morena viene a modificar el escenario político municipal, porque quien sea designada Coordinadora de Organización, tendrá amplias posibilidades de convertirse en candidata de Morena y, en su momento, en presidenta municipal, cuyas probabilidades de éxito son reales. Primero, por el innegable avance del nuevo partido en las preferencias ciudadanas (Morena es primera fuerza política en Chicoloapan luego de la elección para gobernador); segundo, por la aceptación ciudadana que logró la profesora Delfina Gómez Álvarez; tercero, porque la candidatura de Andrés Manuel a la presidencia generará el fenómeno conocido como “efecto Obrador”. Aunado al continuo descontento ciudadano frente a los gobiernos priistas, con su cauda de escándalos, corrupción e ineficacia para solucionar los problemas reales que aquejan a la población.

Inédito el escenario en Morena Chicoloapan porque el nombre de las aspirantes, ha provocado múltiples comentarios, a favor o en contra de las contendientes, donde lo sorprendente es que sean las propias mujeres quienes descalifiquen o denigren a sus pares. Más aún, algun@s militantes perredistas están tan interesad@s en el proceso interno de Morena, que ha asumido el rol de consejer@s de Morena, sugiriendo a unas y descalificando a otras, afirmando que deben ser las mujeres representativas de la lucha social quieren lideren las candidaturas. Esto hará más interesante la futura competencia por la presidencia municipal, pues si son congruentes con lo que afirman actualmente, el PRD tendrá que postular a una mujer, relegando a posiciones menores a los varones que han controlado los cargos y las nominaciones.

Es verdad que la tómbola agarró a los referentes, dirigentes, líderes, como se les llame con los dedos en la puerta, y mostró una de las facetas que deben ser fortalecidas en el nuevo partido de López Obrador en Chicoloapan: la preparación y participación de las mujeres en posiciones estratégicas. Pero ya está definida la ruta. Son ocho las féminas que se inscribieron para competir en el proceso de designación. En todos los casos son válidas sus aspiraciones y nadie se puede abrogar la autoridad moral para descalificarlas, argumentando su falta de experiencia en cargos y posiciones políticas relevantes. Primero les impiden el paso, las colocan en un nivel postrero, y luego las exigen distinguidas e impolutas. Bien diría sor Juana: “Pues ¿para qué os espantáis/ de la culpa que tenéis?/ Queredlas cual las hacéis/o hacedlas cual las buscáis”.

Lo cierto es que el proceso interno de Morena reconfigura las perspectivas políticas locales. Todo apunta que luego de más de 30 años de gobiernos masculinos, nuevamente una figura femenina gobernará en Chicoloapan y, de mantenerse la intención ciudadana de cambio y la construcción de un proyecto incluyente y unitario de todos los equipos, seguramente Morena será gobierno en 2018.
 
Tomado de la Columna Incómoda de La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina



Colombia 23

Roxana Martínez Huerta


Beatriz dejaba con la boca abierta a hombres y a mujeres. Una vez que la veías no podías aparar la mirada de su cuerpo. Además de delgadita y nada fea, tuvo la ocurrencia de su vida: ¡No usar sostén! Vestía blusas pegadas que no dejaban nada a la imaginación. Le fascinaba llamar la atención y escandalizar a las vecinas, que se daban golpes de pecho, cuando sus hijos y maridos le lanzaban piropos al pasar.

Vivía en las calles de Colombia, en el centro de la ciudad, tenía clase y era de buena familia. Era una prostituta de no más de diecisiete años, que parecía de quince, con una bebé de meses. Un doctor de mediana edad, calvo, gordo y casado le ayudaba con dinero, para mantener a la niña, quien le provocaba lástima y ternura. Cuando podía las llevaba pasear a la playa. Parecía un  hombre enamorado.

La prostituta siempre hablaba de su vida de soltera con mucha nostalgia. Contaba, entre lágrimas, que nunca había conocido la pobreza ni la soledad, y mucho menos el oficio al que ahora se dedicaba. Su familia era de médicos, abogados y empresarios que vivían en San Jerónimo, barrio de abolengo al sur de la ciudad. Su infancia fue muy feliz, año con año sus padres la llevaban de vacaciones a Europa. Fue educada en un buen colegio hasta terminar la preparatoria. Era la más pequeña de tres hermanas, las dos mayores hicieron carreras universitarias, una en París y otra en Estados, se casaron y salieron del país. Para seguir con la tradición Beatriz haría lo mismo, pero cuando iba a entrar a la Universidad de Los Ángeles, conoció a Abelardo, un joven muy guapo, un brillante pasante de medicina con mucho dinero. Se enamoró de él.

Los padres aceptaron con agrado al pretendiente, así que pospuso su viaje un semestre, pero era tanta la atracción que se casaron de inmediato. Como era la única hija que les quedaba, sus padres sugirieron que se quedaran a vivir con ellos. Así lo hicieron. Se casaron y después de una larga luna de miel, Beatriz estaba embarazada. Fueron los meses mejores de su vida. Los suegros estaban encantados y Abelardo se convirtió en el hijo que nunca tuvieron.

Cuando nació la niña, Abelardo mostró un raro comportamiento, cambió de recámara dizque para no molestar a la recién nacida. No volvió a tocar a Beatriz. Lo poco que hablaba con ella, eran saludos por la mañana y monosílabos al regreso del trabajo. Ella quiso saber qué pasaba, él sólo la miraba en silencio negando su frialdad. Sus padres la tranquilizaron diciendo que eso era normal en las recién paridas o en sus parejas. Beatriz no se deprimió, estaba feliz por la niña y deseaba estar bien con su pareja.

Cuando la niña cumplió cuatro meses, Beatriz, que era muy coqueta y fogosa, decidió terminar con aquella eterna cuarentena. Una mañana fue a comprarse ropa íntima coqueta y sensual. Regresó a su casa, se dio un bañó de tina, largo y perfumado. Estrenó el combinado más sexy que compró para la ocasión, y se dirigió a la recámara de su marido, a quien supuso, por la luz que salía del resquicio de la puerta, que ya había regresado de la clínica donde trabajaba. Abrió la puerta con sigilo. En la cama vio la espalda erguida y desnuda del esposo, quien al sentir su presencia se levantó de un salto, quedando al descubierto la mujer con quien estaba haciendo el amor. Beatriz vio a su madre desnuda y jadeante. Ninguno de los tres pudo decir nada, sobraban explicaciones y palabras que justificaran lo que acababa de presenciar. Abelardo salió corriendo de la casa y la madre se encerró en su cuarto.

Cuando llegó su padre, Beatriz le contó lo que había visto, y pidió su apoyo económico para buscar a dónde irse, pues no podría seguir viviendo bajo el techo que su madre. El padre no creyó semejante aberración y la abofeteó. La corrió de su casa por calumniar a su madre. La joven resignada vistió a la niña, se cubrió con un abrigo y salió de la casa. Como llevaba muy poco dinero  fue en busca de la ayuda de sus suegros, pero lo que recibió fue el desprecio de la suegra, quien tampoco le creyó y la echó. Beatriz suplicó compasión para su hija. Pero Abelardo ya había dado su versión, afirmando que la niña no era suya por lo que le advirtió que si volvía por ahí, llamaría a la policía.

Beatriz deambuló durante la fría noche intentando dar calor a su hija. Se metió a un hotelucho y pagó la cuenta con sus aretes de oro. El resto del dinero se le fue en pañales y leche. Anduvo vagando varios días por el centro, pero con una niña de brazos, no la admitían en ningún trabajo. Semanas después, sin dinero y sin saber a dónde ir, estaba parada en una esquina, ya casi pasada la media noche, cuando una de las prostitutas la abordó. Al ver a la niña llorando la invitó a su casa. La mujer les dio cobijo y amparo, y le consiguió trabajo como compañera de oficio.

Cuando me contó su historia, con la ignorancia de mi juventud le espeté el consabido “Hubieras buscado otro empleo”. Argumenté que era preparatoriana, guapa y joven por lo que según yo, podía vivir decentemente. Beatriz me miró con desdén, y con una sonrisa en los labios me dijo: “Que joven eres. Ya te darás cuenta algún día lo jodida que es la vida”.

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina


El Paciente

Roxana Martínez Huerta


Un día cuando mi abuelo se estaba bañando, resbaló y se rompió un hueso de la cadera. Hubo que internarlo para que le colocaran una prótesis. El cuarto del hospital contaba con dos camas; una la ocupaba mi abuelo, y la otra, un anciano de más o menos la misma edad. Desconozco la causa, pero desde que lo saludé la primera vez, me simpatizó de inmediato.

Era un hombre como de unos setenta años, con todo el pelo y barbas completamente encanecidos, los ojos azules, y una expresión muy inteligente y tranquila. Como el abuelo estuvo internado más de una semana, pude platicar mucho el señor de la barba, y eso debido a que el abuelo estaba casi todo el tiempo dormido o quejándose. Su compañero y yo para no molestar nos salíamos a la salita a conversar. Se veía bien de salud, sólo un poco cansado. Ya entrados en confianza le pregunté por qué estaba ahí.

-Cáncer, me contestó, el amigo que me ha acompañado los últimos veinte años

Me extrañó la respuesta, ya que no se quejaba, como el abuelo que todo el tiempo peleaba con las enfermeras, pedía a gritos que lo atendieran, no quería comer, en fin me pareció que mi nuevo amigo era muy valiente. Cambiamos de tema y me platicó de su tierra, Italia; en su juventud fue marinero, había viajado por casi todo el mundo, pero México le había gustado para morir. Lo decía con tanta tranquilidad que parecía que iba a irse a uno de esos viajes que me describía con tanta veracidad transportándome a los lugares bellos y salvajes que conoció.

Observé que nunca tenía visitas, pero por el hecho de ser extranjero supuse que estarían lejos sus familiares y amigos. Sin haberlo visto nunca despertó en mí un interés y una camaradería rara en mí, ya que soy difícil para que alguien me simpatice, y menos en tan poco tiempo. No faltaba a nuestras charlas y en más de una ocasión le llevaba algunas postales de lugares de México que no conocía. Las observaba largo rato y afirmaba:

-Por lo único que me molesta irme, es por no haber conocido estas maravillas de tu tierra.

Unos días después nos dijeron que ya iban a dar de alta al abuelo, así que ese día llegué temprano, y al estar estacionando el coche, vi a mi amigo que salía acompañado de una mujer muy guapa, toda impecablemente vestida de blanco, con ropa y calzado muy fino, al verme maniobrar al volante para estacionarme se desprendió del brazo de la mujer y se aproximó a mí, bajé el vidrio preguntándole qué pasaba.

-Me voy, joven amigo. Nos veremos pronto -dijo con una sonrisa y se alejó.

Me quedé triste y confundido. Un día antes estuvimos platicando y no me dijo que se iría. Nunca se me ocurrió preguntarle si tenía familia, o dónde vivía. Subí al piso del abuelo para ver si ya estaba listo, y le pregunté a la jefa de enfermeras si ya estaba sano el compañero de cuarto de mi abuelo.

-No, joven, se puso muy grave en la madrugada. Lo bajaron a terapia intensiva, pero no aguantó; falleció a las nueve de la mañana.

-Seguramente lo está confundiendo con otro paciente ya que al del cuarto 305 lo acabo de ver en el estacionamiento con una mujer que vino por él. Me imagino que es su hija -le aclaré.

-El confundido es usted, le digo que falleció. Pero si tiene dudas baje al depósito de cadáveres, lo están preparando. Además nunca vino ningún familiar a verlo, menos una mujer con esas señas -respondió algo molesta.

No sabía qué pensar o qué creer, no tuve el valor para indagar más. Fue mejor, verlo irse por su propio pie, aunque ya estuviera muerto.

Tomado del Horror de la gaceta en La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina



La Mujer del Zapatero

Roxana Martínez Huerta


Cuando cursaba el último año de la carrera de Derecho, entré a hacer mi servicio social en la 4ª Delegación de Policía, la de Tlaxcoaque, en el centro de la ciudad. Me asignaron el puesto de Agente del Ministerio Público. Mi trabajo consistía en levantar actas, poner multas. dar entrada y salida a los detenidos, ir al lugar de riñas o accidentes a levantar el acta correspondiente. Yo era un joven idealista, en cuanto a las cuestiones legales. Desde mi pequeña trinchera, quería hacer verdadera justicia a las víctimas y aplicar castigos justos a los delincuentes.

Una domingo por la mañana recibimos una llamada urgente, reportando una riña doméstica, en el 78 de la calle 5 de Febrero. Abordamos la patrulla y nos dirigimos al lugar. Ya se encontraba allí una ambulancia y la calle estaba llena de curiosos. Los policías trataban de forzar la puerta, pues adentro se escuchaban llantos y gritos de niños. Me acerqué a la puerta y pedí a gritos que abrieran para poder ayudarlos. Al escuchar mi voz, los gritos de auxilio se hicieron más fuertes pero no abrían. Con ayuda de los vecinos los agentes derribaron la puerta.

Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra, observé la escena: la parte delantera era taller de calzado y, detrás de una sucia cortina de tela, habían improvisado una pequeña vivienda. Vi a los niños agazapados tras el mostrador. Eran seis varones. En el fondo del cuartucho, con las manos metidas en las bolsas del pantalón, estaba un hombre alto y delgado, que miraba al piso. Yacía ahí el cuerpo de una mujer joven, en medio de un charco de sangre. Los paramédicos entraron; auscultaron a la mujer, aún respiraba. La subieron a la ambulancia. Los vecinos gritaban todos a un tiempo; estaban muy indignados y querían golpear al victimario. El hombre se entregó a los agentes sin oponer resistencia. Como pudimos, lo sacamos y lo metimos a la patrulla. Quise llevarme a los niños, pero las mujeres del lugar dijeron que ellas se harían cargo, y pidieron que nos lleváramos pronto al golpeador, si no ellas mismas harían justicia de propia mano; estaban hartas de tanto abuso contra la familia.

En la delegación el sujeto aceptó haber golpeado a su mujer, pero dijo que ella tenía la culpa por haberlo hecho enfurecer. Al día siguiente fue remitido a la penitenciaria, ya que las heridas eran muy graves, posiblemente mortales. Cuando la mujer recobró el conocimiento fui a tomar su declaración a la Cruz Roja. Se llamaba Cecilia, era muy delgada, de baja estatura; no pasaba de los treinta años. El diagnóstico médico anotó cuatro costillas rotas, hematomas en ojos, quijada, extremidades y dorso; la mano derecha y la nariz fracturadas, la lesión más grave la tenía en la cabeza. Los doctores le dieron veinte puntos para cerrar la herida. Seguía grave, pero estaba lúcida. Con voz casi inaudible, declaró que su marido era un hombre muy trabajador, pero muy violento con los niños y con ella. Cuando explotaba, que era bastante seguido, los golpeaba sin importarle nada. Se cegaba y nada más. Sus hijos tenían entre uno y doce años de edad. La mujer estaba muy preocupada por ellos. La tranquilicé diciendo que sus vecinas los tenían bien cuidados, y el más grande atendía el taller. Al escuchar esto, se consoló un poco, y tímidamente se animó a preguntarme por el esposo.

- Esta detenido. Casi la mata. No me diga que le preocupa ese sujeto -dije.

-Es mi esposo y padre de mis hijos. Además, preso cómo van a comer mis hijos -inquirió.

-Y libre los va a matar. Usted no se preocupe. Trate de reponerse para que sus hijos no estén solos -contesté.

Me despedí asegurándole que yo mismo iría a ver en qué podía ayudarlos. Y así lo hice. Los visité en varias ocasiones. Cuando la mujer salió del hospital le llevé algunas cosas para la despensa que le obsequió mi mamá. Cecilia, en agradecimiento, mandaba a uno de sus niños, con un desayuno o almuerzo para mí; cosa que mi jefe veía mal, ya que siempre decía “No se involucre con ellos, licenciado. Son gente mitotera y argüendera. Ya se acostumbrará, yo se lo que le digo”.

Cuando Cecilia sanó completamente, cerró el taller y se cambió de casa. Con la ayuda de sus niños hacía limpieza, lavaba y planchaba ropa por docena, a las señoras del rumbo. La familia estaba mejor que nunca. Los niños asistían a la escuela, limpios y bien comidos.

Pero al marido golpeador, meses después, le dieron libertad bajo palabra por su buen comportamiento, y no tardó mucho en encontrar a su familia. Le rogó a Cecilia que lo aceptara otra vez. Los niños fueron a preguntar mi opinión, ya que ellos le tenían miedo y no deseaban que volviera. Querían que yo convenciera a su madre para que no lo aceptara. Hablé con ella, pero ni mis argumentos, ni las súplicas de sus hijos la hicieron cambiar de opinión. Afirmó que el hombre era su esposo y el padre de semejantes mal agradecidos. Que era muy horado y trabajador, que una mujer sola no valía nada, y además ya había pagado su culpa en la cárcel. Así que lo aceptó. Todos se regresaron al taller. Me indigné tanto, que no volví a verla y me olvidé de ella.

Hasta que un día entró un reporte. El oficial me mostró la dirección. El corazón me dio un vuelco !Era el domicilio de Cecilia! La distancia entre la estación y su casa se me hizo eterna. Al llegar, los niños corrieron hacia mí, histéricos y desesperados. Era la misma escena que la vez anterior, sólo que esta vez los paramédicos no pudieron hacer nada. Cecilia ya estaba muerta. El marido le había cortado la garganta con su charrasca de trabajo.

Los vecinos tenían agarrado al marido y lo golpeaban salvajemente. Los agentes y yo les dimos suficiente tiempo antes de intervenir. Lo sacaron casi inconsciente por la golpiza. Mientras esperábamos la ambulancia del servicio médico forense, uno de los niños me dijo muy enojado:

-Ya ve licenciado, le dijimos que ese desgraciado iba a matar a mi mamacita y usted no hizo nada.

Han pasado casi treinta años de aquellos sucesos. Ahora soy abogado penalista y ningún caso ha dejado de dolerme, pero ese en especial me abruma demasiado cuando lo recuerdo

Tomado de la Sección Mujer en La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina



La Perfumada

Roxana Martínez Huerta


Consuelo Gaytán, la portera del edificio, se enamoró de Luis González, el inquilino del departamento nueve; y era correspondida. Sólo había un pequeño detalle, el hombre era casado. Gloria, que así se llamaba la esposa, era ‘agente de ventas’, que equivalía a decir que  iba de puerta en puerta, ofreciendo los perfumes que Luis preparaba en el ‘laboratorio’ improvisado en un cuarto de servicio de la azotea.

Los vecinos del rumbo conocían a Gloria como ‘La Perfumada’, pues siempre estaba impregnada de las esencias aromáticas que vendía por las calles del centro de la ciudad de México. Luis y La Perfumada, habían procreado tres hijos, que en ese momento estaban en edad escolar. Así que todos los días salían juntos, madre e sus hijos; una, a ofrecer sus productos y, los otros, a la escuela. De esta situación se aprovechaban los amantes, pues todas las mañanas, una vez que la familia había salido, subían al cuartito a satisfacer sus apetitos sexuales.

No se sabe con exactitud cómo se enteró Gloria de la traición del esposo, pero cuentan que un día la escucharon llorar y discutir con el infiel compañero, a quien reclamaba a gritos su artera traición. Luego se le vio abandonar el departamento, cerrar con fuerza la puerta detrás de si y salir corriendo del edificio. Atravesó la avenida 20 de Noviembre sin fijarse que estaba el siga... un automóvil la arrolló y la mató al instante.

Un par de meses después, muerta Gloria y ya sin obstáculos que los detuviera, Consuelo se casó con Luis; se hizo cargo de los huérfanos y continuó con su trabajo en la portería de aquel edificio de seis pisos, que se ubicaba en la calle de 5 de Febrero. Un día Consuelo barría las escaleras, y percibió un olor conocido; era el perfume que siempre usaba la difunta. Sintió tal temor, que aventando la escoba, entró corriendo a su casa. Cuando comentó el suceso con los inquilinos, algunos coincidieron en que también habían percibido un peculiar olor, entre esencias de rosas, lavanda y almizcle.

Al volverse recurrente este fenómeno inexplicable, los vecinos sentían cierto temor de caminar solos por los pasillos y escaleras. Cada vez era mayor el rumor de que el fantasma de La Perfumada rondaba el edificio.

Un día que entraba yo al edificio, escuché un grito aterrador y, vi que venía cayendo una mujer. Era Consuelo Gaytán que caía desde la azotea del edificio de seis pisos. Fue un golpe seco. La cabeza estalló al chocar contra las losetas del patio y la sangre y los sesos salpicaron las puertas y las escaleras. El cuerpo quedó desmembrado.

Se armó un gran barullo entre los vecinos. Hubo quien afirmó que ‘La Perfumada’ aventó a Consuelo cuando se encontraba barriendo  el último piso, en venganza por haberle quitado no sólo al esposo, sino la vida. Algo de razón tendría ya que nunca se volvió a sentir su presencia, y jamás volvimos a oler el excéntrico perfume.

Han pasado más de treinta años de aquel terrible suceso, pero cuando paso frente al edificio siento un horror indescriptible; el mismo que sentí cuando vi caer a Consuelo.

Tomado del Horror de la gaceta en La Gaceta de Chicoloapan

Relatos desde Regina


Xóchitl, La Cantante


Roxana Martínez Huerta


Cuando yo era pequeña llegó a vivir  a la casa de enfrente, una cantante de música ranchera, llamada Xóchitl; mujer joven de mucha personalidad quien, debido a su embarazo avanzado y a que tenía una niña pequeña, decidió dejar de trabajar por un tiempo. Su comadre Clara, amiga de mi mamá, le dio hospedaje hasta que naciera el niño. Era una mujer sencilla y buena, pero tenía muchas hijas, por lo que, en cuanto diera a luz, cantante e hijos tendrían que irse.

Mientras eso sucedía las mamás se juntaban a platicar, y las niñas jugábamos o escuchábamos a la cantante calentar la voz, como ella llamaba sus ejercicios vocales. No era estrella de televisión ni mucho menos, pero hacía muchas presentaciones en palenques, restaurantes elegantes, ferias y fiestas privadas. Tenía muy buena voz y un estilo original para interpretar canciones bravías. A veces venían a ensayar los mariachis, con artistas famosos y desconocidos y se armaba la verbena. Ocasionalmente visitaba a Xóchitl un cantante que entonces empezaba, y que ahora es el más famoso de México.

El equipaje de la artista era muy extenso. Constaba de muchos trajes de charra, bordados con hilo dorado y botonería chapada en oro y plata y sombreros con pedrería fina. Como no cabían en la casa de su comadre, pidió a mi mamá, le guardara un par de baúles y maletas llenas de accesorios y ropa que usaba en sus presentaciones. Mi familia estaba fascinada. Cuando Xóchitl abría las puertas de aquellos tesoros, todas las niñas nos poníamos algo, y ella, que era generosa, nos obsequiaba alguno de esos objetos maravillosos. Fueron unos días muy agradables.

La cantante, por fin, dio a luz a una niña que, desgraciadamente, nació baja de peso y delicada de salud; razón por la cual los médicos decidieron dejarla en observación en el Hospital Juárez.

Cuando la niña iba a cumplir el mes internada, Xóchitl vino a casa por un par de maletas. Tenía una presentación en Guadalajara a la que no podía faltar, ya le habían enviado el anticipo en un giro. Pidió a mi madre, en nombre de la buena amistad que habían hecho, se hiciera cargo de la recién nacida, quien para esas alturas había sido ingresada a terapia intensiva del hospital.

Cuando mi madre escuchó la petición abrió los ojos como platos, no daba crédito a las palabras de la mujer. No podía creer que con una niña debatiéndose entre la vida y la muerte, la madre se fuera tan fresca a trabajar. Trató de convencerla con todos los argumentos posibles, entre ellos  culpa, responsabilidad, obligación y demás para que se quedara. Pero fue inútil. Al no poder hacer nada, mi madre aceptó a regañadientes. Tomó el pase de acceso al hospital que le entregó Xóchitl y le pidió una dirección o algún teléfono por si algo grave pasaba en su ausencia.

Ese mismo día acompañé a mi mamá a preguntar por el estado de la pequeña. A mí no me dejaron entrar, y me quedé encargada con la recepcionista del nosocomio. Al salir, mi mamá se veía triste y desencajada; la niña estaba muy grave, los médicos no le daban un día más de vida. Una enfermera le pidió que trajera ropa y se preparara para recoger el cuerpo. De ese modo agilizaría el trámite, pues era obvio el desenlace para todos.

Compramos la ropa y al día siguiente regresamos al hospital. La enfermera tenía razón. La niña había muerto durante la madrugada. Mi mamá se encargó de todo el papeleo para sepultarla. Le puso un telegrama a Xóchitl, para darle la mala noticia, y le comunicó que el entierro sería a la mañana siguiente. Recuerdo que fue un día muy triste para toda la familia. Todos habíamos mantenido la idea de que, con suerte, la niña sanaría. Mi papá decía que mientras su mamá trabajaba, nosotros la cuidaríamos. Mi madre estaba tan dolida como indignada con Xóchitl. Repetía todo el tiempo que era peor que un animal, que esa no era una mujer, mucho menos, una madre. Todos la escuchábamos sin decir nada.



Al día siguiente, mientras mi mamá se arreglaba, llegó Xochitl, y al ver el recibimiento frío y distante, la mujer dijo que no era para tanto. Por su trabajo no podría cuidarla. Bastante tenía ya con la grandecita, a quien por cierto, había dejado encargada en Guadalajara para poder ir y venir rápido. Para colmo, remató diciendo que por algo Dios se la había llevado. Mi madre al escuchar semejante declaración, le gritó que si no la hubiera abandonado y descuidado, quizá no se hubiera muerto; y que, aparte de cínica, era una pésima madre.

Sacaron el cuerpo del anfiteatro del Hospital Juárez, y lo llevaron en una carroza fúnebre al panteón de San Lorenzo, en Iztapalapa. Las señoras, sin dirigirse la palabra, se fueron adelante con el chófer, mientras que mis hermanos y yo, nos fuimos atrás acompañando la pequeña caja blanca de la niña. Ya casi al llegar, vimos a una familia humilde que iban a pie a enterrar a su muertito; otro pequeñito. Recuerdo que llevaban muchas flores. El chófer se compadeció de ellos, y los subió a la carroza. La mujer no lloraba, aullaba de dolor. Estaba destrozada, se abrazaba al pequeño ataúd y lo abría, lo cerraba. El esposo trataba de calmarla, pero era inútil. Sus gritos nos pusieron nerviosos a todos. Bajó a vomitar un par de veces. Entre el marido y el conductor la subieron, suplicándole que se calmara, pues estaba asustando a todos los niños que íbamos ahí. Luego de eso pudimos retomar el camino. Ellos se bajaron donde estaba la fosa de su niño, y nosotros seguimos hasta el lugar donde sería sepultada nuestra niña, que, por cierto, nunca tuvo nombre.

Durante el entierro mi madre no paró de llorar, mientras que Xóchitl, la madre, permanecía serena y con una leve sonrisa en los labios, rodeaba con su brazo mi espalda. Al verme seria y pensativa, tomó mi cara con su mano. Me miró a los ojos y preguntó: “Y tú, cuando crezcas y seas madre ¿vas a ser como tu mamá o como yo?”

Tomado de la Sección Mujer de La Gaceta de Chicoloapan